El truco consiste en lograr que parezca riesgoso. Eso, y montar bien a caballo. Los hombres y mujeres que practican el rejoneo buscan la peligrosa esencia del toreo, pero purgada de contratiempos, o sea, que se vea emocionante, pero ojo, con el peligro bajo control, arriesgando la vida al estilo contemporáneo, es decir, con la garantía de que al final de la tarde van a salir de la plaza ilesos, sin los antiestéticos ojales que dejan los cuernos cuando te alcanzan y desde luego, con todos los huesos íntegros. Que una cosa es ser rejoneador y otra muy distinta ser pendejo.

Para evitar sufrimientos innecesarios al equino, que nunca ha tenido ni tendrá la culpa si el de arriba es un incompetente, el protocolo mandaba aserruchar los pitones, o sea, quitarle las puntas a los cuernos. Sin embargo, aún así, los alcances se pagaban caro y había tordillos que salían con unos agujeros en las ancas de espérame tantito. Pobre jaco qué culpa tiene. Para evitar ese sufrimiento a los caballos que, por cierto, si son toreros no es gracias a su voluntad sino a la de su amo,  se optó por recortar todavía más las armas del toro. Medio cuerno es la costumbre actual. Claro que cortar tanto implica encontrar vena y cercenarla. La sangría, que brota a chorros, es detenida salvajemente clavando los famosos tachones que son unos taquetes con los que se bloquea la hemorragia. Desde luego, a partir de ese momento, cuando el toro toca el objetivo de la cornada, el dolor intenso le impide continuar el ataque y se retracta. Lo anterior conlleva tres ventajas, la primera es que apenas y se notarán los alcances. La segunda, es que la cuadra tan valiosa casi nunca sufre bajas. Y la tercera y más importante, el rejoneador ya no corre el grave riesgo de ser volteado.

Después del agravio a las armas del contrincante, las tropelías del rejoneo apenas empiezan. Como saludo, el caballero clavará al toro, por lo menos, dos rejones de castigo que son prácticamente unos puñales. A continuación, con todas las ventajas perforará la piel del cornúpeta clavándole mínimo tres banderillas. Después, en el carrusel de la desvergüenza clavará las rosas o las banderillas cortas, para este momento, el toro habrá subido de peso significativamente gracias a todo tipo de arpones de acero que ya trae clavado en las carnes. El acto termina con una estocada, casi siempre a la media vuelta y con la cuadrilla ahí cerca. Eso, si el toro tiene fortuna y Hermoso de Mendoza no lo descuerda, o Ventura lo mata de asfixia, o Leonardo Hernández se pone pesado y le falla la puntería.

Alguien debería marcarles el alto a los rejoneadores. En otro tiempo hubo hombres que lo del rejoneo lo tomaban muy en serio y adiestraban sus jacos y aprendían la geometría del toreo y se dejaban los toros en puntas y llegaban al sorteo a escoger no lo chico, sino lo más grande y viejo, que al fin y al cabo, argumentaban, ellos torearían a caballo. Gente silenciosa que montado un potro se perdía por el campo y que en el ruedo estaba dispuesta a morirse aún a sabiendas del dolor. Hombres acostumbrados a hacer del toreo un ejercicio leal, valiente y de verdadero riesgo. Seres que tenían mucho más que ver con el capitán Ahab y su alegórica lucha contra la ballena Moby-Dick, que con liviandades como arrebatarle de las manos furiosamente los palos al mozo de espadas.

El oficio de rejoneador es bonito. Diga usted si no, el sombrero cordobés calado hasta las cejas un poco de lado, el traje corto, partir plaza arriba de un caballo como los que montaban los reyes que hoy decoran las cajas de brandy. Crines y cola del cuaco enjaezadas con madroños o listones de colores. En el caso de la escuela lusitana, un poco más circo que corrida de toros, cubierto con tricornio y plumas y casaca de colores vivos. Verse bien, vaya, lo que se dice guapo y que se note que sobra tiempo y también dinero. Que para ser rejoneador, la tradición manda ser más vago que un recuerdo de la niñez. Si se cuenta con un apellido de los que hacen tragar saliva de antojo por un aguardiente español, pues mejor.

Por ello, para ya no mezclar los pintos con los colorados, deberíamos acostumbrar la corrida de rejones ajena a la del toreo serio y que vayan los que gustan de las florituras y las ventajas. O en su defecto, que los caballeros lidien los toros en puntas y con cuatro temporadas de lluvias sobre los lomos. A ver si así se ponen tan majos. No habría uno que desmontara con ese saltito cargante con el que echan pie a tierra, para consumar el ventajoso enfrentamiento, celebrando la gloria entre brincos y aspavientos como si de veras.

 

ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México