Tengo delante el video: Novillada en Sevilla, un morito de bella estampa y un par de pitacos bien afilados está frente a Antonio Espaliú, que lo cita sin faltar en nada al canon taurino. La norma y la lógica mandan que el chorreado en verdugo siga la panza del capote y sea despedido por el lado derecho del espada, pero resulta que no, que a la bestia lo de las reglas del buen toreo le importan una pura y dos con sal, de último momento elige pasar por el lado contrario, encontrándose de lleno con el novillero al que derriba con mucha violencia. Acto seguido, sabiendo a la perfección lo útiles que le son los dos puñales que le adornan el testuz, ensartado de la clavícula lo recoge del suelo. La vida se pone aún más densa cuando el bovino gira sobre su eje y da cuatro terroríficas vueltas con el muchacho prendido del puntiagudo leño. Sin hacer caso de los capotes y sin derrotar, no suelta la presa hasta que un subalterno se acerca y literalmente arranca del pitón el maltrecho cuerpo del aprendiz.

La corrida continúa y antes de terminar, otro novillo prende en el muslo al banderillero Jesús Márquez y le rompe la safena. El protagonista ha ido a asomarse al balcón y el utrero le ha echado mano. Se levanta arrojando por el orificio de la herida un espantoso chorro carmesí y corre desesperado a sabiendas de que tiene menos de un minuto para llegar a la enfermería antes de desangrarse. Es auxiliado por sus compañeros que lo detienen y lo llevan en andas, entonces, o porque se siente amparado o porque está casi vacío, se desmaya.

Los motivos del mundo taurino no tienen mucho sentido. Qué mueve los hilos del sueño vestido de luces, no lo sabemos, pero la lista de los que este año han pasado por la piedra de amolar se alarga: José Tomás y sus venas vaciadas en las arenas de Aguascalientes; Arturo Macías llevándose un tabaco por comparecencia; Julio Aparicio, el pitón saliéndole por la boca; Curro Díaz, la mano atravesada en su crucifixión venteña; Sergio Aguilar, cornada en el cuello que llega al cielo del paladar y rompe el tabique nasal por dentro; las femorales de Luis Mariscal, Jesús Márquez, Iván Fandiño y Mario Moreno. El Juli, cate en un testículo; las piernas perforadas de Leandro, El Gary, Álvaro Montes y Adolfo Ramos.

La mayoría se ha librado por un pelo. Lo paradójico es que cuando llega la nefasta ocasión de la cornada de muerte, es la propia gente del toro la que más se sorprende: cómo que a fulano lo ha matado un toro, no es posible. Nos cuesta aceptarlo, pero quizá sea la palabra ingenuidad la que mejor define el asunto. Los coletas y los aficionados somos muy ingenuos, mejor dicho, queremos serlo. Tal vez se deba a que el torero es último héroe romántico que nos queda y necesitamos confiar en su ser invulnerable. Que no quiero verla/ que no quiero ver la sangre de Ignacio sobre la arena, dijo García Lorca. No queremos, sin embargo, los actores y los testigos, conscientes del tremendo peligro y esperanzados en que no pasará ninguna malaventura, cada tarde de toros esperamos que suenen los clarines con la ilusión y la candidez de un niño.