Ya se sabe, realización de mucha forma, nada de fondo y todas las ventajas a su favor para matar dos becerretes de Montecristo, despuntados casi hasta le cepa y a los que castigó con rejones para Miuras de seiscientos kilos. Por su parte, Juan Luis Silis con el percal en las manos nos había hecho concebir esperanzas que se diluyeron en la inexperiencia de su muleta. Vale decir que el encierro de San Marcos para los de a pie era de gran calado y con mucho mueble en la cabeza.

Saltó a la arena el penúltimo. Uriel Moreno desprendiéndose de la tronera, que lo recibe con tres largas cambiadas de rodillas cobijado en tablas. Lances de todos los días. Pero luego, que se amarra los machos cambiando el discurso de la faena y que se va a los medios a repetir la dosis, lances de casi nunca. Allí mismo, se estiró en verónicas armoniosas. Luego, dirigió al morito hacia el peto con unas chicuelinas andantes.

Fue en ese momento cuando la corrida se tornó mágica. El varilarguero César Morales dando caballo, chorreó palo y que recibe en todo lo alto. Aguantando la reunión y sin bombear, peleó bizarramente el tiempo preciso. Como si el gran puyazo respetuoso de todos los cánones fuera poca cosa, con el toro todavía acometiendo contra el peto, el del castoreño tuvo la gallardía y la voluntariosa galanura de agacharse y arrancar la divisa del morrillo para llevársela a casa. Escena reverencial a la suerte de varas. Gesto inolvidable donde los haya. Rememoración a los picadores de antaño con un torerísimo y enorme desplante. El boleto estaba pagado. Si habíamos asistido a ver el número del caballito, fue este y no otro.

Como los festejos en los que a la arena saltan toros de verdad están cargados de una electricidad vivificante, aún faltaban cosas de mucho peso. Por ejemplo, los tres pares de banderillas que El Zapata clavó en la sortija: El monumental, el violín y un sesgo hacia las afueras. Todas las jaras quedaron apuntando a las alturas.

Sin embargo, restaba el tercer párrafo de este capítulo. El veleto cornalón negándose a iniciar el rito de la franela, ocasionaba que El Zapata insistiera en el cite. En balde lo alegraba con la voz. El burel dubitativo, hacía como si se fuera a arrancar y a final de cuentas, desistía. Por la costumbre de hablar a los toros que a los diestros les queda desde los tiempos del aprendizaje, cuando de niños están frente a la becerra y el maestro desde algún burladero les aconseja que le hablen, el torero porfiaba a voces.

-¡Anda, vamos ya!.

Nada, el bovino agarrado al piso se lo volvía a pensar. Entonces, más con un tono amable y conciliador que como un reproche, El Zapata golpeándose las chorreras de la camisa, le preguntó:

-Oye, ¿de qué se trata?.

El toro como respondiendo a un conjuro, empezó a embestir cada vez más encelado, mientras el espada colocado en el sitio correcto, enganchaba adelante y ligaba las series. La faena fue subiendo de tono. Muy bien toreado, el bicho sacó todo su fondo en unas veinte arrancadas que el coleta aprovechó al máximo. A la hora de atacar con el estoque, El Zapata se tiró por derecho, logrando un espadazo de solemnidad. Recuperar así nuestra plaza nos dejó encantados. Se necesitan pocas cosas para ser feliz: que los toros sean eso, toros, y que un diestro pronuncie las palabras mágicas. Ah, y un picador que rescatando el denuedo de su oficio tenga muy brava la gracia.