Imaginen la magnitud del drama: Lo que restaba de la tarde sólo le sirvió para madurar una de las decisiones más tristes de su vida. Reflexionó a fondo, lejano, ausente, sólo con sus soledades. Lo que había soñado durante muchos años de pronto se ha hecho humo. Ya no quedan muchas facultades, además, está lo de la herida atroz que, cómo no, ablanda mucho a la hora de ponerse en frente de los pitacos. A partir de hoy, está condenado, jamás conseguirá la gloria y únicamente será recordado por la horrenda cornada en la que el pitón le entra por debajo de la barbilla y le sale por la boca.

 

No queda otro camino que batirse en retirada. Nada más doblando el sexto, con un nudo en la garganta y los ojos llorosos el espada le pide a sus compañeros que le corten la coleta. Se acercan El Fandi y Miguel Ángel Perera que lo acompañan en la inesperada despedida: “Venga, se acabó”. “Que ya no sirvo para esto”. “No hay consuelo que valga ni palabras de aliento”. La gente que llena los tendidos no se entera que es testigo del adiós de un torero y nada más lo ha visto pisar la arena, supone que se despedirá de la presidencia y abandonará el ruedo. Por ello -era de esperarse- la bronca es de las de paga y vámonos. Pitos, almohadillas y cuchufletas rasgan el aire y su corazón.

 

Han sido un par de tardes en San Isidro. Dos comparecencias que sólo han servido para enhilar petardos. Por ello, Julio Aparicio ha decidido marcharse de inmediato. El matador, hijo de uno de los grandes de la historia del toreo, decide que el deshonor es demasiado para su cante. Así que para redimirse ante esta afición a la que acaba de defraudar, se aprieta los machos, echa el capote de paseo sobre el brazo, la montera en la mano y le pide a sus compañeros que le corten la coleta. Es mejor irse de improviso que escuchar tu nombre en labios de la afición más cruel de todas.

 

Ahora trasladen el caso a México. Imaginen a nuestras glorias, a la primera figura o a una de las promesas más firmes o al líder del escalafón,  a quien quieran de nuestros caraduras, joyas de la chanfaina, pegando un petardo como el de Aparicio.

 

Imagínenlos, por decir algo, en Madrid desperdiciando un buen toro, echándolo para fuera, toreando a larga distancia, tratando de mantener los pies quietos para no irse antes de la suerte. Imagínenlos apesadumbrados por el oprobio. El pensamiento surcado por frases insoportables: Madre mía, que dirá la afición, cómo veré a la cara a mis compañeros. Trágame tierra. ¿Verdad, que no se puede ni de coña?.

 

Claro que no. Nosotros, eso no lo podemos imaginar ni poniéndonos hasta las orejas de peyote deglutido con tequila. Si un torero mexicano pega una traca,  encoge los hombros, nos dice en alguna entrevista que es una pena que no hayan funcionado los toros, que no vio claro y a otra cosa muchachos. Entonces, te pones grave y vas y le explicas que lo de Aparicio es tener muchos huevos, que hay una cosa que se llama honor, otra que le dicen vergüenza,  que a pesar de todo, puede seguir mirando a todos a la cara. Entonces el coleta nacional te recomienda que revises el escalafón para que te enteres. Esto es México, el de la afición alegre, el de la fiesta chabacana. Y en el peor de los casos, si me echan a cojinazos de Las Ventas, pues me queda El Relicario en Puebla, la Petatera en Colima, cualquier lienzo charro, unas fotos saliendo a hombros en la feria de Apam, titulares de prensa: “Puerta grande en Ixtenco”. Nada, a lidiar pachangas y a disfrutar de la vida. No, si aquí entre nos, ese Aparicio es un tonto. Qué bárbaro, mira, la cosa no era para tanto, cómo que se ha precipitado, ¿no?.

 

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México