Se los juro que se defiende sola. Despacio y sin mucho alarde, pero se defiende sola.

 

Después de lo del parlamento catalán, que enarboló la abolición de las corridas en Barcelona como un movimiento animalista,  porque les faltaron cojones para decir que lo suyo es una renuncia a lo español, los ataques se vinieron en cascada por todos los flancos y en todos los países taurómacos. Los tiempos que corren son de enorme descrédito a lo taurino. Se levantan estandartes en defensa del toro, los candidatos ofrecen aboliciones oportunistas, los gobernantes que eran aficionados dejaron de ir a la plaza por no cometer un acto políticamente incorrecto. Los que no conocen del tema, opinan autosuficientes o inventan leyendas urbanas. Los aficionados somos una casta marginal que ya no entiende nadie y que además, sufre actos de vandalismo.

 

Por su parte, las empresas persisten en la oferta mediocre. La emoción ya no impera en el ruedo, porque es rara la ocasión en la que por la puerta de toriles salen toros. La mayoría de las tardes se lidian embutidos con cuernos, tan bobos como débiles. Las novilladas, que son cantera de nuevos espadas, se montan por cumplir con un reglamento que obliga a los empresarios a darlas. Hay una amplia nómina de matadores que no ofrece atractivo alguno. Muchos diestros que apuestan por la engañifa han contribuido a desmitificar al héroe y por ello, son incapaces de convocar al tendido a dos espectadores.

 

No obstante, la tauromaquia se mueve. Con impulsos descoordinados, individuales, incomunicados, pero se mueve. La fiesta de toros, a pesar de que tiene el organismo agotado, a veces, alienta fuerte. Si no, juzguen ustedes. Cartel discreto, Pedro Gutiérrez Lorenzo, Fermín Rivera y José Mauricio para matar un encierro de La Estancia. El tercero que llega con los machos amarrados y que le planta cara a un cárdeno, nevado y caribello que tenía mucho peligro. Recorriendo el camino del aguante angustioso, nos hizo contener la respiración arriesgando las femorales en cada embroque. El toro pasaba tirando hachazos y el torero, con mucha carga testicular –noten que lo digo de manera políticamente correcta-  no movía ni las pestañas. No sólo estuvo valiente, también aplicó la técnica y que lo enseña a embestir para robarle los pocos muletazos que el merengue traía adentro. Lo mató regular y que le corta una oreja que pazguatos y chalaos protestaron. Con esa faena encastada, la corrida ya había valido la pena. Sin embargo, por si faltara, en sexto lugar que le sale “Piamonte”, un novillo berrendo de bandera. José Mauricio Lo toreó muy bien en las suertes capoteras. Con la muleta se empleó recordándonos que además de valiente, es artista.

 

Manojos de derechazos. Lo más interesante fue la audacia demostrada en tiempos de timideces, pues que se arriesga en una arrucina en la que los pitones le rozaron los alamares y luego, que intenta matar a recibir. Es loable que haya querido ir a por todas, atreviéndose en vez de buscar lo seguro. Con su muy entonada actuación, demostró que tiene suficiente conocimiento del oficio para superar cualquier adversidad.

 

La gesta de José Mauricio aumenta el paradójico catálogo de los buenos toreros en los malos tiempos. El Zapata, Joselito Adame, Fermín Rivera, Arturo Saldivar, Juan Pablo Sánchez, Diego Silveti, también, cornúpetas como “Piamonte” o “Charro cantor” de Los Encinos, hacen que la fiesta se mueva. Ahora, las lidias de esos dos toros anotan al diestro capitalino en la lista de los que ponen a la tauromaquia en un tono de supremacía sobre otras actividades humanas que convocan al público. El toreo emociona, asusta, estremece y nos mueve a la reflexión en una era por demás anodina, desnatada, frívola y políticamente correcta. Esas son razones más que suficientes para que perviva por siempre, a pesar de todo.

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México