Cada quien tiene su tauromaquia, ciertamente. La mía, además de algunos toros de verdad inolvidables como “Cigarrito” de Piedras Negras, el berrendo cornipaso de García Méndez que se llamó “Un tío” y unos pocos más; faenas conmovedoras incluida la reciente de Talavante en Tlaxcala; casas ganaderas como De Haro y Tenexac que bizarras se han opuesto a la mansedumbre que hoy inspira a tantos criadores de toritos bobos; incluye poesía, algunas novelas, varios cuentos, diversos cuadros, una que otra escultura, fotos, películas y también la música. No sólo el pasodoble y el flamenco, sino toda esa variedad que ha tomado el tema del toreo como inspiración y que va del rock a la canción ranchera, pasando por casi todos los géneros. La música sirve, entre otras cosas, para marcar la memoria. No sólo porque designe una etapa en la historia de la humanidad, sino porque señala con alfileres de nostalgia la época en la vida de cada cual en que sonaba una canción, una pieza, un álbum.

 

En este México ordinario con tan poca vergüenza y tan mala memoria, el de las vilezas neoliberales, el de la corrupción sistemática, el de las aberraciones políticas, una de las recomendaciones más valiosas para no arrimarse una Smith y Wesson a las sienes es voltear hacia el noble mundo del arte. Atento a las oportunidades que la vida va brindando por ahí, asistí a la representación de la ópera que nació de una novela escrita hace ciento sesenta y nueve años por Próspero Merimée, de la que tres lustros después hicieron libreto Ludovico Halévy y Henri Mailhac y le puso música Georges Bizet. Menuda historia y enorme musicalización. No en balde, Federico Nietzsche dejó dicho que Carmen es la ópera por excelencia.

 

Mi emoción se desborda desde que arrancan las primeras notas de la obertura. Cuando la voz de la soprano rompe con Las habaneras se me pone la piel chinita y en el cuarto acto, al empezar la corrida mientras la orquesta acompaña a los coros que entonan la marcha de El toreador y desfilan los alguaciles, los banderilleros, los picadores y el matador Escamillo seguido de su cuadrilla, lágrimas atemperadas ruedan cuesta abajo en mis mejillas. No puedo eludir al muchacho asombrado que hace mucho tiempo -la descubrí cuando tenía quince o dieciséis años- al escucharla por primera vez se estremeció como si hubiera encontrado un tesoro.

 

Encerrar el planeta de los toros a lo que acontece en el ruedo es restarle una gran parte de su enorme riqueza.

 

Con mayor razón si hablamos del ámbito del toreo mexicano contemporáneo en el que todo el mundo hace lo que le sale de los cojones y han puesto la fiesta patas para arriba. Una de las virtudes que tiene la lidia es que, a pesar de todo, su belleza y su misterio siempre han inspirado a los grandes creadores.

 

La tauromaquia ha servido para conectar conceptos como estética, estilo y reflexión con palabras como valor, bravura, gracia, temple y vergüenza torera. Lo de los toros, si se comprende en su esencia, nos eleva el corazón. Una buena corrida abre las compuertas de la emoción humana en torrentes trenzados de júbilo y melancolía. Tal vez, ese haya sido el motivo por el que unos hombres de creatividad desbordada nos legaron una historia que otros hombres y mujeres de voces privilegiadas nos cuentan en arias y coros, la de los amores livianos de una gitana tan sensual que con tan sólo caminar era capaz de convertir la paz de un monasterio en un zafarrancho de posesos.

 

Entre claveles hechizados y copas de manzanilla hizo añicos el corazón del sargento don José y, cuando le dio la gana, con dos pestañeos enamoró a la figura torera del momento. Qué quieren que les diga, cada vez que una soprano le da vida, Carmen me seduce a mí también .

 

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México