El mercado no era higiénico, pero las cosas tenían sabor. Un durazno era más bien pequeño y llevaba las cicatrices que le dejaban los picotazos de los pájaros, pero sabía a durazno. Los tomates no eran tan hermosos a la vista, pero tenían sabor a tomates. En ese entonces, la leche al hervir daba nata que comíamos emparedada en unos panes llamados conchas. La carne tenía más grasa y no tenía tan buena presentación, aunque realmente sabía a carne. Hoy, los duraznos saben a nada y la carne a plástico. Ahora todo se compra empaquetado. La leche es pasteurizada, las verduras uniformes y la fruta brilla como si la hubieran lustrado. Sin embargo, todo sabe a pepino y nos deja la sospecha de que en aras de la higiene y la apariencia, alguien nos está viendo la cara. Los productores no hacen sino satisfacer los gustos de una clientela cada día más insustancial y preocupada por conservar una salud que irá a dilapidar, entre otras cosas, respirando humo negro o ingiriendo el suficiente “aspartame” en los productos ligth, para conseguirse una embolia cerebral que te partes de la risa.

Esta producción desabrida y de alta calidad, ha llegado hasta la plaza de toros. El domingo pasado, en la Plaza México, para Manolo Mejía, José Mari Manzanares hijo y El Calita, los pupilos de don Julio Delgado fueron una piara de bobos. Tan manejables que parecían venir atados con un cordel del que los diestros tiraban. La cabeza a media altura, la embestida pastueña, la nobleza rayana en la estupidez y una sosería de bostezo. No sé si el ganadero piense que eso esté bien o mal. El consumidor del toro es el torero y al cliente lo que pida, pero pasa que de tanto hacerles el juego a los coletas en busca de ese toro suavote, repetidor, e insulso, se mata la casta, la movilidad, la emoción y ese miedo compartido con el espada. Fueron tan dóciles que hasta Paulina Rubio les hubiera podido dar un muletazo. Tenemos el gobierno que nos merecemos, las ciudades, comodidades, servicios, educación y desde luego, en la plaza, los moritos que nos ganamos.  

Eso queremos, toros pastueños de setenta pases. Preferimos animales simplones que sin lidia se dejen torear bonito. Corren los tiempos del café sin cafeína, del tabaco sin nicotina, la cerveza sin  alcohol, el sexo sin meter las manos y de los toros de lidia que no requieren eso precisamente, lidia. Tanto que la crónica podía haber empezado así: …Eran 6 melocotones 6 dignos de la época, lustrosos como recién encerados, redondos, parejos, de color encendido, pero que al morderlos sabían a agua tibia…

 

 

 

 

   Crónica de José Antonio Luna