El Papa Pío V, en 1561, publica su famosa bula De Salutis Gregis Dominici, por la que prohibía a todos los fieles asistir a las fiestas de toros bajo pena de excomunión.

 

Gregorio XIII en 1567 moderó el rigor de su antecesor, excluyendo de tal pena canóniga a los legos en su escrito Exposis nobis super y manteniendo el criterio de Pío V con los clérigos y eclesiásticos.

 

Otros argumentos de orden moral y dogmático mueven a los Papas a sus reiteradas prohibiciones del espectáculo taurino. El Papa Sixto V consideró la forma que habían de celebrarse las fiestas, «y que esto de correr los toros en día de fiesta era inconveniente para celebrarlas cristianamente como se debe, y los oficiales que quieren dejar de trabajar, con menos ocasión dejan la labor, y los que tratan de ganar de comer y hacer lo que deben, no dejan sus labores; y así que no se trate de esto por ahora, y se contente el Reino con la relajación de Gregorio XIII». Por la interpretación laxa que se diera a la disposición anterior, Sixto V, en 1583, vuelve a poner en vigor la bula de Pío V. Con el fin de que el Papa revocase esta bula, los embajadores de Felipe II trabajaron en Roma, presentando una tesis favorable a las corridas de toros. El duque de Sesa, negociador en el Vaticano, tuvo el apoyo de Juan de Roa y Ávila, decidido apologista de las fiestas de toros.

 

Después de denuncias y abusos de interpretación de las disposiciones pontificias, se proclama el decreto de Clemente VII, «Suscepti númeris» de 1596, levantando todas las anatemas y censuras, excepto a los frailes mendicantes, para quienes subsisten. Liberar las fiestas de toros de aquellas prohibiciones era reconocer la gentileza de su esencia, y su arraigo popular, por la alegría y divertimento que representaba para el pueblo los ejercicios valerosos y emocionantes en la aventura de los caballeros frente a los toros. Con opiniones y argumentos dispares la fiesta de los toros sigue y ha llegado al siglo XXI.

 

Es conveniente recordar que los albores del toreo coinciden con los de la humanidad. El hombre primitivo hubo de recurrir a toda suerte de ardides para rendir al toro, porque su carne le brindaba sustento y natural ayuda en las esforzadas faenas de la agricultura. Hay que considerar que el toreo nace de cualquiera de las formas de esquivar el peligro de las acometidas de la res. Cuando se comenzó hacer en empalizadas, u otros cercados con espectadores se iniciaba el espectáculo. Al avanzar en su desarrollo con el descubrimiento de cualidades del toro en el que domina la fuerza sobre la agilidad, y la bravura sobre la astucia, la maña y valor humano se proclama ante la fiereza del bruto, que en determinadas condiciones ha de ser reducido a servidumbre.

 

Las religiones antiguas han utilizado el toro, al igual que otros animales apreciados, como víctima en los sacrificios y también lo elegían como símbolo en la concepción arcaica del valor y la fuerza, como fecundador de sangre.

 

La adecuación del toro como valor de carácter lúdico, desapareciendo la condición de objeto religioso para introducirse en la esfera profana, es el resultado de un proceso lento y poco claro con etapas intermedias, siempre difíciles de precisar. Tradicionalmente el término español «corrida» es el equivalente lingüístico para nombrar el conocido juego taurino practicado en Creta, en el segundo milenio antes de Cristo, que llegó a la península Ibérica a través del Mediterráneo. La historia de la tauromaquia avanza y persiste a lo largo de los siglos, cada vez con más perfeccionamiento de las directrices toreras, y con expansión territorial como costumbrismo tradicional español, que llega a traspasar las fronteras patrias en su enraizamiento con países de semejantes posibilidades raciales de carácter latino, captadas por portugueses, franceses y gentes de la América hispana. Así se ha alcanzado el siglo XXI.

 

La fiesta de los toros ha tenido eco y reflejo en la cultura, su destreza, valor, arte, tragedia, inspira y es recogida en la poesía, teatro, novela, cine, pintura, escultura, música, canto, baile. Inversamente a esto, la guerra, el terrorismo, el odio, la crueldad, el egoísmo, el independentismo y la ruptura radicalista con lo constituido a través de la historia, solo produce drama, tragedia, dolor, asco.

 

En la fiesta de los toros, el astado tiene opción a morir luchando, morir heroicamente, cara a cara, con expresión de raza y bravura, no vilmente apuntillado en el corredor de un matadero, como tantos otros animales para el consumo de carne. La mayoría de cuantos denostan contra las corridas de toros, no son vegetarianos, son gastrónomos carnívoros… Y en buen número partidarios del aborto libre.

Como se puede comparar, caen en contradicciones.

 

Estamos así cuando, el Ayuntamiento de Barcelona en votación favorable, declara que: «El Consejo Plenario es contrario a la práctica de los toros». Posicionamiento que ha contado con los votos afirmativos de Convergencia y Unión, Izquierda Republicana e Iniciativas por Cataluña, los negativos del Partido Popular y las contradicciones del Partido Socialista Catalán, con cuatro ediles que expresaron su negativa, ocho lo hicieron a favor y dos abstenciones. El alcalde, Juan Clos argumentó que se trataba de un voto de conciencia sobre el dilema. Y lo expresó convencido que «a la larga, las corridas de toros desaparecerán». Y afirmó creer que «el sentido de la votación refleja lo que piensa el conjunto de los barceloneses».

 

Afirmación atrevida, cuando la consulta no se ha formulado en votación popular a toda la sociedad de la Ciudad Condal.

 

El alcalde barcelonés con lo expresado, obvia la antigua tradición taurina de su municipio, que en 1843, inaugura la plaza de la Barceloneta, en 1900, la de Las Arenas, y La Monumental en 1914. El coso barcelonés ha acogido una afición entusiasta y constante, siempre ha sido plaza de primera categoría y de temporada, como las de Madrid, Valencia y Sevilla. Puede blasonar del paso por su ruedo de todas las grandes figuras del toreo y de resonantes triunfos. En sus dependencias existe un museo taurino exponente de la cultura del toreo. Además de buenos aficionados, en Barcelona han salido toreros con vitola de calidad, y siempre ha sido un foco de atención del mundo taurino. Ahora su Ayuntamiento lidera la carga por la prohibición de las corridas de toros, y le pasa la patata caliente de la cuestión al actual gobierno tripartito de la Generalidad de Cataluña, tan proclive contra lo que huele a España, para que legisle esa prohibición en la región catalana.

 

Mientras, aprovechando la ocasión el The Times y otros periódicos londinenses acogen con regocijo la noticia para que desaparezcan las corridas de toros, y ellos, los hijos de la Gran Bretaña, continúan con las monterías, en las que persiguen al zorro, jabalí y corzo, y después de malherido, cazarlo. Eso no es espectáculo y carece de valor, gracia y arte.

 

Ante tanta mala intención por atentar contra lo costumbrista español y molestar a los españoles, es obligado repetir aquello que el gran sainetero don Ricardo de la Vega, puso en voz de uno de los personajes de la zarzuela, con música de Federico Chueca, «A los Toros»:

 

Es una fiesta española

que viene de prole en prole

y ni el gobierno la abole

ni habrá nadie que la abola.

 

Esta redondilla alude a la propuesta presentada en el Senado por el Duque de San Carlos, pidiendo la abolición de las corridas de toros, en el siglo XIX.

 

Contra esos nubarrones pasajeros, que la verdad molestan, lo cierto es que año tras año, el 3 de febrero, el clarín anuncia en Valdemorillo, el comienzo de la temporada.

 

 

 

José Julio García

Decano de la Crítica Taurina

Periodista – Escritor

Escalera del Éxito 103