Artículo de Rafael Carvajal Ramos. Escalera del Éxito 177

Hablar de tiempos pasados, incluso para los que ya contamos los calendarios por bastantes decenas, es tarea nada fácil. Unas veces porque la memoria ya nos empieza a jugar malas pasadas y otras porque, esclavos del destino, no hemos alcanzado a vivir la época que queremos rememorar y tenemos que beber en las fuentes de la historia y por desgracia, como ocurre en el tema taurino, no son muchas las crónicas, al menos imparciales por cuanto se cae en el terreno del partidismo ofuscante cuando no en la falta de datos más crispante y deprimente.

Por ello, siempre que nos tropezamos con algo que despierta la curiosidad, generalmente garabateado en cuartillas añejas de tiempo y escasas de información, el gusanillo por conocer los particulares empieza a rebullir hasta sembramos las noches de insomnio y los días de desasosiego. Pero cuando, a base de deshojar archivos y ojear libros, encontramos algo en que clavar dedos y pluma, y más aún imaginación, hasta conformar un hecho creíble y de interés, el resultado de tantas y tantas horas de ilusionante quehacer es añadir chispazos de conocimiento a nuestro pasado, con el resultado de incrementar el gusto por el saber y, como en este caso, el interés por la fiesta de los toros.

En mis «papeles viejos», cuidadosamente ordenados y guardados en legajos antañones heredados de mis antepasados aficionados al tema, me encuentro una crónica escrita a mano con letra preciosamente legible que narra la grandeza moral y torera de uno de los mejores toreros que ha dado la historia: el Califa Lagartijo el Grande, quien a la sazón contaba treinta y dos años y estaba en la cumbre de su gloria.

Corría el año 1873, y en la plaza de Madrid toreaban la cuarta de abono «Lagartijo», «Frascuelo» y «Chicorro» ganado del duque de Veragüa. El «Boletín de Loterías y de Toros» nos narra el discurrir de la corrida, aunque yo me permito la licencia de trastocar el orden del cartel, dejando para el último lugar lo que nos cuenta de la actuación del gran Rafael Molina «Lagartijo». Leamos: «Armado de todas armas, se presentó ante la afición Salvador Sánchez «Prascuelo» con rico traje morado y oro, y decidido, con esa buena voluntad y afición que tantas simpatías ha granjeado al joven espada, a recibir a «Vencedor». Tres veces intentó la suerte, y dos veces la consumó, resultando por su orden un pinchazo en hueso, una corta bien señalada y una buena, previos seis naturales, uno grande de pecho, desarmado en una, dos con la derecha, tres cambiados y siete medios pases. Grandes aplausos, sombreros, cigarros y petaca, que arrojaron desde el tendido 1, premiaron el ardimiento y serenidad de «Frascuelo».

En su segundo toro, quinto de la tarde, llamado «Volante», volvió a cosechar ovaciones sin cesar, pues toreó de capa admirablemente al dar cuatro verónicas, tres de frente por detrás o a la aragonesa y un farol, para terminar galleando. A la altura de su fama estuvo «Frascuelo», a cuyo toro rindió con un volapié inmejorable, hasta el puño, que le valió un diluvio de palmas, chisteras, hongos y cigarros.»

Al empezar el desarrollo del primer toro, «Volante», José Carmona y Jiménez, autor de la crónica y propietario de la revista, suelta un párrafo que a mí deja, cuanto menos, perplejo. Dice: «Aún recogía «Lagartijo» (que había toreado con anterioridad) cigarros y sombreros. Cuando apareció el quinto toro ( ¿ ).» Es decir (digo yo), que sueltan un toro cuando aún Lagartijo daba la vuelta al ruedo (¿ ?). ¿Se puede ser más partidista y antirreglamentario por parte de la autoridad? (¿¿¿). Continúa la crónica:

«José Larfa «Chicorro» dio cuenta del toro tercero mediante una estocada tendida, a volapié, dando tablas al bicho. El sexto murió de una estocada baja. En la lidia escuchó grandes aplausos un subalterno, pues dio con el capote un cambio de rodillas admirable. Se llama el tal subalterno Fernando Gómez y García y se apoda Gallito Chico, Gallito y Gallo, que de todas estas formas se hace llamar.

Rafael Molina «Lagartijo» dio cuenta del primero de un buen volapié que deslucieron cinco intentos de descabello. Con el cuarto, el gran torero cordobés estuvo sencillamente admirable»

Hasta aquí la crónica de la corrida. Ahora paso a relatar el noble gesto del de Córdoba, sacado de mis «papeles viejos» garabateados con una preciosa letra legible: «Cuando se tocó para matar al toro, llamado «Galguito», Rafael revivió toda la gloria, todos los triunfos y todos los halagos de un torero que tras vivir días de gloria y esplendor, había quedado reducido a una vacilante y tenue lucecilla en la tormentosa noche del olvido (palabras del crítico D. Ventura).

Pues el gran «Lagartijo», al requerir los trastes, se dirigió a cierto rincón del callejón, cerca de los chiqueros, donde se encontraba inadvertido Antonio Sánchez «El Tato», coloso del volapié, que había quedado inútil para el toreo, al que brindó Rafael la muerte del toro. Al reconocer el público al que fuera famoso matador sevillano, aplaudió con frenesí la muestra de cariño y cortesía al compañero olvidado por parte del coloso cordobés. Al caer «Galguito», en medio del entusiasmo del público en general y de los lagartijistas especialmente, la plaza en masa pidió que el «Tato» saliera al ruedo, y en unión de «Lagartijo» y «Frascuelo», los dos triunfadores de la tarde, dio la vuelta al ruedo entre aclamaciones y una ovación tan larga y atronadora que le hicieron retirarse visiblemente conmovido y con los ojos llenos de lágrimas.               .

La pasión de la rivalidad entre los dos actuante s dio una vez más su fruto; por un lado anulando la desvergonzada e inapropiada actuación del Presidente quien alentó la salida del quinto toro sin estar despejada la plaza y que dejó en una cariñosa amonestación el proceder inadecuado (y expresamente prohibido en el reglamento) «al espectador que se arrojó de cabeza al ruedo al paso de Frascuelo por el tendido 4, echándose en sus brazos y besándole con verdadero furor», en palabras del ya citado D. Ventura; y por otro lado aireando la pasión que suscita para la fiesta la rivalidad artística entre toreros y, por extensión, entre los aficionados de uno y otro bando ante un gesto de nobleza sea quien sea el que lo ejecute. Aunque yo creo que este partidismo debía estar ausente entre los que se dedican a la crónica taurina por el daño que puede hacer su parcialidad a la verdad histórica.