Desde hace ya muchos lustros, los que nos dedicamos a las tareas informativas en el terreno taurino, hemos ido sembrando a voleo el temor, más imaginario que real, casi como los mojones de un camino comarcal: el acortamiento de las temporadas novilleriles. Y no es precisamente por falta de novillos en los campos de bravo, como sucedió en los tiempos de la postguerra; ni tan siquiera por falta de novilleros, que largo y esperanzador es el escalafón. La cuestión tiene un fundamento mucho más prosaico, que así nos luce el pelo a los aficionados, cuando de disfrutar una corrida de toros como Dios manda se trata. Si recorremos la trayectoria de los festejos taurinos, observamos que el número de novilladas disminuye en la misma proporción en que aumenta el número de novilleros, especialmente sin picadores, aunque no sólo. Y esta disminución se debe, creo yo, a que cada vez se va acortando la distancia en el tiempo entre la aparición en el planeta taurino de un diestro y el de la toma de alternativa.

 

Hoy en día un diestro se hace en menos tiempo de lo que antes se tardaba en vestir el traje de luces. Es lógico que quienes llegan a la Fiesta con la ilusión y la esperanza de triunfar tengan prisa por alcanzar la meta. Pero si meditaran sobre el hecho incuestionable, llegarían a conclusiones incontestables: el novillero que tiene prisa por llegar, que toma la alternativa poco "cuajado" por más que sea aplaudido, se suele hundir como matador; el abreviar tiempos y distancias para llegar al doctorado suele traer consecuencias desastrosas. Como desastroso suele resultar ese concepto de los aficionados que considera "viejo" a un novillero de veinticinco años, cuando siempre se ha dicho, con esa sapiencia popular que todo alcanza, que los toreros de verdad necesitan afeitarse dos veces al día y torear toros de siete años. Pero la afición es quien da a la fiesta el tono de actualidad y quien marca la pauta, y ahora empuja a la realidad que todos conocemos: toros jóvenes para toreros jóvenes.

 

Y tal vez ese es el caso de nuestro biografiado de hoy, que nos muestra cuan fácil es dar el salto a la gloria cuando hay materia para dado, y qué frágil es esta gloria cuando hay poca base que la sustente, aunque este último caso no sea el que sustenta a nuestro personaje. En Bujalance, un blanco y coqueto pueblecito de la provincia cordobesa, viene al mundo Agustín Castellanos Martínez el 12 de Noviembre de 1944.

 

De familia humilde, cursa los estudios primarios pensando (como él mismo cuenta con esa chispa que le caracteriza, más grande que su menudo cuerpo y tan inmensa como su afición), en hartarse de carne, y con doce años se ve trabajando en un taller mecánico como chico de la limpieza y los recados. Pero para un niño hijo de la necesidad y vecino de una tierra que dio y seguía dando lustre y esplendor a la fiesta de los toros con una lista interminable de nombres coronados de fama y fortuna, no había otra salida más rápida y segura para sus necesidades que la puerta que se abría al Olimpo, aunque también se abriera a la enfermería, a lo que nunca tuvo miedo ni se paró a pensar. Porque él tenía fuerzas más que suficientes para abrirla y entrar en el planeta de los más grandes en busca de "su gloria", dejando a un lado la del dolor y el sufrimiento. Así, sus sueños infantiles no fueron tan sosegados como los de los chiquillos de su edad que no sentían la "afición" que de él se había apoderado, obligándole a una lucha titánica por vencer los obstáculos que le salían al paso día tras día. Pero le embargaba la determinación de las "grandes faenas", que para él son nada más aunque también nada menos que "faenas grandes", soñando despierto y llenando su imaginación con los cosos de España repletos de público premiando su imaginación y su valor.

 

¡Él, el nieto de La Pura, en hombros de los públicos paseando por las adorables veredas de la gloria taurina! Pero cuando dejaba de soñar despierto y se enfrentaba con la dura verdad, a la que debían sumisión las gentes pobres de los pueblos de la Andalucía postbélica, el desasosiego volvía a apoderarse de su menuda existencia, y le empujaba en su firme e infantil propósito, y ponía en su afición el único anhelo de su vida.