Nombres señeros que nos vienen a la memoria, muchos de ellos gloria de la Universidad. Don Marcelino Menéndez Pelayo, el conde de las Navas, Don Eugenio d’Ors, Don José Ortega y Gasset y todos los que de una forma u otra hemos intentado llenar los muchos siglos, que van del Paleolítico anterior por tanto a la misma gran Revolución del Neolítico, para Toynbee una de las grandes revoluciones transformadoras de la humanidad hasta nuestros días, enlazando por lo tanto con la idea de los filósofos taurinos, y no sólo Ortega, de que es imposible comprender nuestra historia, si no conocemos la tauromaquia y la forma como se ha desarrollado ésta durante milenios, desde la prehistoria. Cuestión que ha permitido que algunos podamos mantener el nacimiento del juego del hombre con el toro en ambos confines del Mediterráneo, en Creta y en la Península Ibérica. Aunque hemos sido nosotros los que hemos mantenido su vigor en el siglo XXI, de nuestra Era.

            El acto de justicia al que nos referimos, consagra el pensamiento de los que hemos creído que las Bellas Artes, dan a lo taurino la importancia expresiva de sus partes sustanciales, desde la pintura a la escultura. Para la primera imprescindibles los estudios de Don Eugenio d’Ors, y no sólo en el Museo del Prado, pues junto a Goya incluye a Pablo Ruiz Picasso pasando por el barroco y el romanticismo y anteriormente por el arte medieval, con un valor descriptivo insobornable, como se demuestra en los Cantigos de Santa María del Rey Sabio, o Los Lucas o Roberto Domingo. Pero siempre Goya y su Tauromaquia, culminación de un estilo y de la forma de abordar un tema producto de su amor por la Fiesta a la que sometió a su genio creativo. El resultado, la muestra de lo que es capaz un genio de la pintura a la hora de plantearse un tema que conoce.

            Mariano Benlliure en la escultura, aquella que inspiró al poeta ante su panteón a Joselito el Gallo, «parece que va dormido I en su capote de seda». Pero siempre desde la noche de los tiempos, las Bellas Artes y los toros han estado unidos. Antonio Oliver a Manolete muerto, lo cita en los más recóndito de nuestro mundo, «No en la tierra campera del cortijo I ni en arena de plaza te convoco I si en esta catedral que sumergida I guardo la imagen del hispano toro I es aquí en Altamira, Manolete I donde te sueño con el trapo rojo I vertical en el centro de los siglos I solitario y estoico.

            Hasta ahora hemos tenido predilección en la universidad por los temas doctrinales en relación con el mundo del toro. Puede ser por influencia de los tres Complutenses, Juan de Medina, Juan García de Saavedra y Juan de Roa y Ávila o del salmantino Fray Luís de León, los puntales de la Defensa de


Felipe 11. O de Don Marcelino Menéndez Pelayo y el Conde de las Navas. Pero ha sido una Academia de Bellas Artes, la sevillana de Santa Isabel de Hungría, la que ha abierto sus puertas a la Tauromaquia con Curro Romero, uno de nuestros Laudatio Taurinorum, culminando el clasicismo de Agustín de Foxá en sus versos «¿Fue en la Vieja Tartesos que exportaba la plata I la primera verónica? I ¿En qué arcilla alfarera I que hoy es arqueología I citó el primer torero con púrpura fenicia a la mortal cabeza?»                             

            Para ello hacía falta un torero que ha sido norte y guía de la belleza y la plasticidad, con esas cualidades que hemos resaltado en algunas otras ocasiones. El temple, el poderío, el duende y la esencia. Componiendo su Tauromaquia singular y única. A la que la copla definió en su momento Curro Romero, Curro Romero I eres la esencia I de los toreros».

            El acto, ejemplar como el recipiendario se merecía. Su discurso digno de la Española, dando las gracias a la duquesa de Alba, a la Marquesa del Mérito, a los toreros ausentes por haber muerto Belmonte, el Gallo, Chicuelo y Antonio Ordóñez o bien representado por su hijo en el caso de Pepe Luis, 14 en total que llenan varias épocas del toreo, ganaderos muchos como Eduardo Miura, Dolores Aguirre, Martínez Conradi y Borja Prados y especialmente a la Academia. Resaltando la armonía en el toreo, en la escultura, en la pintura y en la música. Siendo la misión del torero crear belleza convirtiendo al capote y la muleta en un elemento de las bellas artes, recreándose en la definición del tiempo, el espacio, las distancias y los terrenos. Importante la afirmación «He toreado para mi y gracias a Dios he podido hacerle llegar a los demás todo lo que llevaba dentro». Terminando con una referencia a Doña María, la condesa de Barcelona, a la afición de Sevilla y a los académicos, con el reconocimiento de todos los toreros que fueron, que son y serán.

Estuvimos presentes los que debíamos estar, de nuestro mundo, Manuel Olivencia, Antonio Burgos, Ignacio de Cossío, Andrés Amorós, el hijo de Rafael de Paula, un escritor con porvenir Rafael Peralta Revuelta, políticos como José Ignacio Zoido y Javier Arenas, toda la familia de Curro, la marquesa de Benamejí, los marqueses del Pedroso de Lara, el matrimonio Zabala de la Serna, Juan Palma, Catalina Luca de Tena, como representante de la Real Maestranza de Sevilla, el conde de Peñaflor que a la vez es académico y pariente del gran Fernando Villalón y marido de Maria Luisa Guardiola Domínguez, por tanto taurino. Felipe Luis Maestro, Miguel Solís Tello, Enrique Miguel Rodríguez. En fin todos los que teníamos que estar, como nos dijo en nuestro banco Ramón Vila a mi mujer y a mí.

            El académico que hizo la contestación fue el catedrático de Historia, Don Juan Miguel González Gómez, del que recogemos la frase «Curro Romero no tiene partidarios, ni siquiera seguidores, tiene creyentes». Aunque la trascendencia y el significado del acto están en el discurso del Emperador de Camas, el de las verónicas imperiales, gracias «no por este nombramiento sino por reconocer que la tauromaquia ha sido siempre una de las bellas artes». Día glorioso para el taurinismo hispano. Pero también para el duende, salero y el jazmín de la biznaga y el clavel de Sevilla.