Piel de toro de un victorino – patas blancas. Autor: César Palacios

 

 

He dicho en muchas ocasiones que el primer torero con rostro, biografía y hasta peculiaridades técnicas de su forma de entender este arte de burlar a los toros fue un aragonés: Antonio Ebassum »Martincho», el de Farasdués de las Cinco Villas de Aragón. También he manifestado que sus grandes valedores han sido el sacerdote donostiarra Felipe García Dueñas con su labor de investigación y su paisano Francisco Goya y Lucientes con su lápiz y pincel, ese señor – ¡casi nadie al aparato! – al que un día de abril de 1991 colocamos en el tendido de la Plaza de Toros de Zaragoza como estatua sedente y tomando un apunte en su bloc de recuerdos, obra en bronce del escultor Manuel Alcón, porque la Diputación de Zaragoza creyó que había razones suficientes para considerar a «don Francisco el de los toros» como estandarte de la fe taurina. En las obras de modernización y mayor comodidad para los que se asoman a las taquillas para adquirir sus abonos y localidades, con la mengua de tres mil asientos del aforo de la plaza de Pignatelli, se han olvidado de don Francisco y lo han enviado a la residencia de la tercera edad para una supuesta restauración. Como algunos amigos me consideran impulsor y realizador de esa idea me han manifestado sus quejas y ha tenido que escribir un pliego de alegaciones para que el de Fuendetodos vuelva a su sitio en el tendido de esa plaza donde el genio pudo sentir su primera emoción torera.

 

Splenger afirma rotundamente: «Cuando Goya se autorretrata, por ejemplo con tan cálida emoción taurina, es porque el aragonés se confiesa inconteniblemente ¡Torero!

 

Su criado, Antonio Trueba, en su escueto panegírico, apuntillaba. En dos cosas era mi amo incorregible: en su afición a los toros y en su afición a las hijas de Eva». Y algunos testimonios más como la propia confesión del artista, las cartas a su amigo Martín Zapater y el volumen de su obra en dibujos en sanguina, grabados de punta seca o litografías, hojalatas o lienzos de gran formato.

 

No podemos dejar escapar la oportunidad de considerar a Francisco Goya torero porque los aragoneses, en la arena de los ruedos, perdimos el tren de la evolución de la fiesta aunque fuera nuestro paisano el que, con Pedro Romero y «Costillares», impulsara esa renovación  hasta desembocar en 10 que fue, y es, nuestra fiesta española. Y conste el recuerdo a «Pepe-Hillo» que firmó una «Tauromaquia» que le escribió don José de la Tixera y dibujó un plagiador de Antonio Carnicero, si no fue el propio Carnicero. Lo de Goya no fue una auténtica «Tauromaquia» como la entendieron Carnicero y su presunto plagiador y como la hizo aparecer, entre manchas negras, otro torero de excepción a mediados del siglo XX: Pablo Ruiz  Picasso.

 

Pero estábamos en el siglo XVIII con el torero aragonés más famoso, con «Martincho» y algún nombre más como el de su progenitor, Martín Ebassum, de origen navarro al igual que el propio Goya y hasta el Reyno de Aragón. En fin, un matador de toros y algunos más no marcados por el sello de la Historia y el Arte. Un solo matador de toros aragonés en ese siglo XVIII y ya en decadencia en 1764, cuando se inauguró la plaza de Zaragoza. Y hasta mediado el siglo XIX no aparecieron en la nómina de matadores nuevos doctorados de los que ni siquiera conocemos las fechas de sus respectivas alternativas: Joaquín Gil Peiré apodado «Huevatero», de Zaragoza, y Manuel Pérez «Relojero», de Tarazona, carreras paralelas en la certeza de que no se presentaron en Madrid y que lo mismo toreaban toros que novillos. Sí es pura historia que el 26 de octubre de 1862 se encontraron en Zaragoza para la lidia de dos toros de Ramón López, de Ejea de los Caballeros, y seis del portugués Juan Piñeiro, de Cruxi, Lisboa. «Relojero» iba por delante y mató el primero de Ejea ya «Huevatero» le correspondió en segundo lugar uno del portugués, «Gallardo», que se vino arriba y, al entrarle a matar, le cogió y le lanzó a la arena para volverlo a recoger tres veces y en una de ellas pegarle una cornada junto al año que le destrozó la vejiga de la orina. Al tiempo que se llevaban a la enfermería a Joaquín Gil el toro rodó sin puntilla, pero el diestro zaragozano murió al día siguiente después de largas horas de tremendo sufrimiento.

 

Siguió la corrida y en el toro siguiente, también portugués, «Relojero» no pudo hacer nada porque el toro solo tomó dos refilonazos y tuvo que ser condenado a banderillas de fuego. Manuel buscó el alivio de matarlo a la media vuelta y con otros recursos que entonces eran habituales, pero no había forma de acabar con aquel marrajo. El presidente quería dar la orden de que salieran los de la media luna para desjarretar al manso. Y el de Tarazona subió al palco presidencial y le dijo al presidente que no lo hiciera porque entonces él se lanzaría ante la cara del toro para no sufrir tal afrenta. Volvió al ruedo y el lusitano, cada vez más avisado, le persiguió bruscamente para que el matador, en su huída, le lanzara la muleta, se le cayera el estoque y se le enredara entre las pierna y le causara un gran corte en una pantorrilla. Cuando se curó de la herida decidió no volver a vestir el traje de luces y le dieron un modesto cargo y hasta volvió al oficio de su apodo. Años después se fue a su lugar natal, Tarazona de Aragón, y allí murió el 12 de agosto de 1884.

 

El 28 de septiembre de 1895 tomó la alternativa el cuarto matador de toros aragonés, Nicanor Villa »Villita, para comenzar el siglo XX con Joaquín Calero «Calerito», seguir con el inclusero Florentino Ballesteros que formó pareja con «Herrerín» en una empecinada y desigual rivalidad que llevó la pasión a los tendidos y que hizo que la Diputación de Zaragoza se decidiera a hacer unas obras de ampliación de la plaza, una nueva fachada de estilo mozárabe y un aumento de cuatro mil localidades que ahora por razones de seguridad al ser un coso cubierto y de comodidad al renovar los tendidos ha vuelto a tener la capacidad que tenía en aquellas fechas: diez mil localidades y sin que desde 1979, fecha en la que yo me hice cargo de la dirección técnica del coso, se haya puesto ni una sola vez el cartel de »No hay billetes».

 

La lista se amplió bastante en el siglo XX y en los comienzos del XXI hasta redondear la cifra de cuarenta matadores de toros entre los que yo cuento a Francisco Bernard, de Epila, que algunos inflexibles tratadistas no incluyen en la relación porque tomó la alternativa en Nimes, en el año 1944, recién terminada la Segunda Guerra Mundial. Todavía no habían llegado los tiempos de Miguel Báez »Litri» y Rafael Camino, «Jesulín», Cristina Sánchez y Julián López «El Juli». Paco Bernad era hermano de Pascual Bernad, un buen subalterno que en los últimos años de su vida fue asesor de la plaza de Barcelona. Para no enrredarse en explicaciones todo el mundo los conocía por los hermanos Bernal. Como Villalta era Villata, con una ele menos.

 

De los matadores aragoneses el de más clase fue Florentino Ballesteros, el de más valor, Braulio Lausín «Gitanillo», al que luego se le añadió lo de Ricla al aparecer en los ruedos los de Tríana, Nicanor Villalta el que más corridas sumó a lo largo de su dilatada vida activa, Raúl Gracia «El Tato», el segundo con 501 corridas, Fermín Murillo, Raúl Aranda y los que están en activo, Jesús Millán, Ricardo Torres, «Paulita» y el oscense Tomás Luna, el primer matador de toros que ha dado la provincia de Huesca, capital incluida. Un hombre de clase como torero y como persona, Antonio Labrador «Pinturas», que fue en la cuadrilla de «Manolete» y «El Viti», un caso similar al de Roberto Bermejo, en activo como subalterno.              Pero habrá tiempo para hablar de todos ellos cuando tengamos un hueco en la revista de Salvador Sánchez Marruedo, hijo de aragonesa, por lo que yo me esforzaré también en destacar que en la segunda mitad del siglo XVIII los toros de Aragón estaban a la altura de los andaluces y castellanos como lo demuestra el que en Pamplona se lidiaran en más de treinta sanfermines del siglo XVIII toros de Ejea de los Caballeros y en Madrid tuvieran gran cartel hasta desembocar en la fiesta de la coronación de Carlos IV, fecha que marca la evolución del arte de torear y «al estilo gimnástico de los aragoneses le ponen arte los andaluces» (José María Cossío ), pero con la colaboración inapreciable de Francisco Goya, quién puede que influyera también para que, en septiembre de aquel año de 1789, se lidiaran en la Plaza Mayor de Madrid diez toros de don Francisco Bentura, con b.

 

Decía que habrá tiempo y espero la venia del señor presidente para iniciar la lidia de toda esta historia que es parte de la cruzada que inicié hace unos años para desfacer el entuerto de que a toda lo que se daba del Ebro para el norte se le llamaba navarro, los toros y los toreros de la ribera, La Rioja o Aragón, con una serie de comentaristas sin rigor a los que siguieron muchos de los escribientes posteriores que no pudieron o no quisieron investigar un poco. En este aspecto hay que agradecer la labor divulgadora de la Unión de Bibliófilos Taurinos con la sabia dirección de don Salvador Ferrer y sus magníficos investigadores. Pero, ahora ¿hay alguien que lea cosas de toros, al margen de las bodas, los bautizos, las infidelidades y los enanitos de la Obregón? No hace mucho, a un director de publicación taurina le dije que de «Fiesta Española» tirábamos quince mil ejemplares a la semana y se desmayó en mis brazos. Y yo tenía que competir con la Iglesia – «Dígame» – y el Estado ­»El Ruedo». Y le Jefe de Prensa de Franco, que no tenía bastante con la televisión exclusiva y se buscó un «burladero» más. Eran los años sesenta. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con los toreros y los toros de Aragón? Puede que algún día lo explique. Punto.