En la primera arrancada al cite de banderillas cortó la distancia y para el segundo viaje, ya enterado de lo que se trataba, se comió el terreno comprometiendo seriamente al banderillero. Al tercer envite, de plano, se arrancó acostándose por lo que Cristian Sánchez tuvo que pasar en falso y haciendo un recorte muy torero escurrió el cuerpo para burlar al morlaco que estiraba la gaita con la mal habida intención de prenderlo. Sin embargo, cargado de celo, pundonor profesional y vergüenza torera, el peón de lujo giró para intentar la suerte al relance y volvió a quedar en situación comprometida, pero lejos de arredrarse fue a por uvas clavando los gladiolos en todo lo alto y en la osadía, sin remedio, quedó a merced de los pitacos. El burel tiro el derrote y lo prendió lanzándolo a la arena con un cate en la entrepierna. Se había entregado así, porque el tipo tiene la costumbre de saludar en el tercio a cada comparecencia y para él, un par de espabiladores afilados coronando las aviesas intenciones de un bicho, no son razón de peso para apocarse y volver a casa solamente con las ganas. Con cara de hombre y un par, le fue al compromiso sin tregua sabiendo que hay momentos en la vida que no se transa y con implacable honestidad se deben aceptar de buen grado las consecuencias, sean las que fueren.

 

 

 

Era como si el toro con su estampa de los primeros años del siglo veinte o los últimos del anterior, indujera a continuar  el rescate del gesto y de la hazaña. Humberto Flores le salió al pasó con un valor que nos tuvo al filo de la butaca y el Jesús en los labios. Fueron series interminables que olían a enfermería. Erigido por su propio derecho en guardián de la verdad del toreo, el diestro se jugó la vida sacando pases a un morlaco que no los tenía. Los olés, negros de pena, brotaban como ahogos. Hasta que se rompieron en el grito de angustia que acompañó a la tremenda cornada. El juez Eduardo Delgado embutido en la parte más lóbrega de su poder, negó la oreja que anteponiendo el corazón a las telas, se merecía el matador. A su primero ya le había tumbado una.

 

 

 

 

 

Por su parte, Uriel Moreno El Zapata, volvió a demostrar que pasados los años devino del torerito valiente en el maestro reposado que todo lo puede y todo lo entiende. Fácil con el capote, sobrado en banderillas, las faenas estructuradas y un estoconazo de espérame tantito lo llevaron al triunfo cortando una oreja. Finalmente, Miguel Abellán sudó la casaquilla desafiando a lo peor del encierro. Iluminó la tarde con un ramillete de verónicas, rematadas con el sol de una preciosa revolera. Luego, se aplicó logrando muy buenos muletazos.

La tarde se fue con una media docena de toros complicados, que sirvieron para recordarnos cosas de antes, ya lo dije, el gesto y la hazaña, es decir, los impulsos más auténticos para saberse torero.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                               

 

Fotos de Moisés Segura                                                                                              Crónica de José Antonio Luna