Informa desde México. José Antonio Luna Alarcón. Profesor Cultura y Arte Taurino. UPAEP

Pasan los días y aquí seguimos sin creerlo, desconcertados y tristes. No sé por qué, a nosotros, los aficionados, cuando un toro mata a un torero, la tragedia nos pega y sentimos un duelo profundo, como si el matador fuera alguien cercano con el que hubiéramos convivido, con el que hubiéramos tenido un roce cotidiano. Y, tampoco sabría decirles la razón, pero, conociendo que la lidia conlleva un peligro de muerte, a la gente del toro nos cuesta mucho trabajo aceptar que a veces, las cornadas matan. El sábado diecisiete de junio, cuando menos lo esperábamos -la muerte siempre es sorpresiva, incluidas las ocasiones en que se sabe que ronda cercana- nos llegó la brutal noticia de que a Iván Fandiño lo había matado un toro.

Como ocurre en nuestro tiempo, tras la cornada mortal, las redes sociales se llenaron de mensajes alusivos. Los dos bandos siguieron obedientes a sus paradigmas. Los aficionados empezaron a subir condolencias y los antitaurinos, a regar el veneno de sus comentarios inhumanos. Hablaré de los primeros. Las infamias que escriben algunos antis que se las coman con su pan untadas de su inmundicia.

Mi amiga Grabiela –está bien escrito- pone en un mensaje: “Fandiño es el equivalente a Héctor. El príncipe troyano que no pudo contra Aquiles”. Le contesté que de acuerdo, siempre y cuando, nosotros los aficionados seamos Paris. La preciosa Helena es, desde luego, la tauromaquia. Su belleza algunas tardes se paga con la muerte. En nuestra exigencia de la verdad y la expresión estética de una faena va en riesgo la vida de los “héctores” que se visten de luces.

Sin embargo, los mensajes y las declaraciones ante la muerte, aunque solidarios, no tienen sentido. Si un toro me matara un hijo y luego, vinieran a decirme frases como las de que con su muerte ha dejado en claro la grandeza del toreo; que ahora, estará en el cielo lidiando junto a los grandes maestros; que se ha sumado a las glorias del toreo; que se ha inmolado por la verdad del ruedo; a los que me lo dijeran, en el mejor de los casos, los mandaría a fastidiar a su madre y en español peninsular, les diría que se fueran a hacer puñetas.

No es que no comparta esos mensajes y no me emocionen. Estoy cierto de que son condolencias sentidas, palabras de afecto y frases de admiración, disparadas al aire para que las pesque quien quiera pescarlas, sabiendo que la mayoría de ellas no llegarán jamás a las personas cercanas al diestro fallecido, pero ahí están. Sin embargo, y ésta es mi rebeldía, la realidad es que ha muerto un hombre joven y en la intimidad, su familia está destrozada y su casa casi vacía. Pienso que se quedan ahogadas en llanto su mujer y su hija frente a la soledad irremediable. Se quedan, también, sus recuerdos, sus libros, su ropa, su música, sus fotografías, esas que no son de toros, sino de la vida, el recuerdo de unas vacaciones en la playa, algún cumpleaños, el día de la boda, el bautizo. También, colgados se quedan para siempre, los sueños, las promesas, los proyectos. Lo que me deja un nudo en el cogote es que las palabras de amor sólo se repetirán en la memoria de una mujer solitaria.

Están bien nuestras manifestaciones de cariño al torero muerto. Siempre es buena la solidaridad con los otros y la capacidad de sumarse al dolor ajeno. No es que piense que los mensajes difundidos en las redes estén de más, es que ante la solemnidad de la muerte, las palabras, aunque dichas desde el fondo del corazón, siempre sobran.