Volvamos a la fiesta de los toros. Se declaró en los años 60 que las corridas de toros no sobrevivirían a la victoria sobre la miseria y que habría que ser un muerto de hambre para tirarse entre los pitones de un toro. Las predicciones históricas eran falsas. Las generaciones de toreros de las tres décadas siguientes fueron en general de una buena condición socio-económica y cultural y estaban animados sólo por la pasión taurina. Ésta no muere fácilmente. Hoy, que vivimos en sociedades cada vez más obsesionadas con la seguridad, se ven más que nunca toreros que practican un arte audaz y arriesgado. ¡Otra vez más llevando la contraria a la supuesta lógica de la historia!

De igual manera, al final de los 70, se creía la feria de Bilbao moribunda, bajo los golpes de un nacionalismo que (y se decía que era ineluctable) iba a dar la espalda a la “tradición taurina”, juzgada envejecida y reaccionaria. Esta feria está hoy por hoy más viva, y vasca, que nunca.

Entonces, si hubiera que hacer alguna predicción, ¿no podríamos pensar que lo que es transitorio, pasajero y más efímero que la moda del sushi, es la ola “animalista”, que seguramente no ha llegado aún a su apogeo, pero que quizá está destinada a desaparecer tan rápidamente como ha aparecido, cuando otros valores, perfectamente humanos, tomen la delantera? Tenemos algunos signos en ese sentido, por ejemplo, el cansancio de las poblaciones ante algunas campañas prohibicionistas o higienistas, o la reivindicación cada vez más reafirmada a favor de la diversidad cultural.

Un último ejemplo de los curiosos giros de la historia. En mitad del siglo XIX fueron las sociedades protectoras de animales las que lanzaron grandes campañas a favor de la hipofagia. Estimaban que, reconduciendo la mirada de los cocheros y otros usuarios de caballos de tiro hacia el interés económico que podrían obtener de sus viejos jamelgos usados, se verían obligados a tratarlos mejor para sacar partido de la venta de su carne. ¡Hoy esas mismas sociedades luchan por la prohibición de la hipofagia porque sería indigno para un animal ser comido porque (o cuando) ya no trabaja! (Es de temer que la especie caballar no salga de ésta).

¿Sería demasiado esperar, para el toro bravo, un giro parecido por parte de los movimientos animalistas? Entregados hoy a prohibir las corridas de toros en nombre del bienestar animal ¿no podríamos esperar que una mejor comprehensión hacia el interés animal y en particular hacia el de los toros de lidia les haga luchar a favor del desarrollo de la tauromaquia, para preservar la supervivencia de esa “raza” y el bienestar de los individuos que se benefician de esas condiciones de cría?

Siempre podemos soñar…

[50] Libertad

¿Habrán convencido los argumentos aquí expuestos a algunas mentes dubitativas y libres de prejuicios? Podemos esperarlo. ¿Habrán hecho cambiar de opinión a aquéllos a los que la sola idea de la corrida de toros les asquea y les rebela? Lo dudamos. Como señala Pedro Cordoba al final de su ya citado libro La Corrida, ningún argumento podrá jamás convencer a aquéllos que imaginan la corrida de toros como la tortura de una bestia inocente. Ni el hecho de que el calvario del toro sea menos terrible de lo que piensan (argumentos [4], [8] o [18]); ni que en su lucha plasma su naturaleza (argumentos [7] o [17]); ni que, al querer evitar la muerte de unos cuantos individuos, se condena en realidad a toda la especie (argumento [22]); ni la comparación entre la abyecta y corta vida de las terneras criadas en baterías y la de los toros criados en plena libertad (argumento [23]); ni cualquier otro argumento será eficaz ante la reacción inmediata, espontánea, irracional del que se indigna y grita: “¡No, no, lo rechazo!”. Ante esta reacción pasional lo único que cabe oponer es la frase con que la que comenzamos: sólo hay un argumento contra las corridas de toros y no es un argumento, es el imperio de algunas sensibilidades. A esta cerrazón, los aficionados responden, muchas veces vehementemente, con su propia pasión. ¿Hay que quedarse aquí, en este diálogo imposible?

Nos podríamos quedar en esta oposición de pasiones, si ellas mismas se quedaran aquí también. Pero es que una de ellas reivindica para sí misma más que la otra. Reclama limitaciones, prohibiciones, interdicciones; en definitiva una pasión quiere impedir que la otra se satisfaga. Refugiándose la pasión, claro está, tras las “razones”: el derecho de los animales, el respeto de la vida, el escándalo del espectáculo de la muerte, etc. Y es ahí donde el rol del político exige conservar la razón y pensar: si un día la fiesta de los toros muere por sí misma, será porque ya no desata ninguna pasión. Hasta ese momento, lo prudente es dejar a los unos y a los otros su pasión y hacer prevalecer el principio de libertad.

CONCLUSIÓN: ¿QUIÉNES SON LOS BÁRBAROS?

Supongamos que de un plumazo se suprime la fiesta de los toros. No hablaremos de los efectos económicos y sociales inmediatos. Quedémonos con el menoscabo moral. ¿Qué perdemos? En primer lugar una relación con la animalidad. ¿Qué imagen del animal quedará, para alimentar el imaginario del hombre y la realidad de sus relaciones con su Otro que es el animal, fuera de los caniches enanos del salón? Todas las bestias de labor han sido progresivamente reemplazadas por artilugios, y todas las bestias productoras de carne son progresivamente reemplazadas por “máquinas de fabricar carne” que no nos atrevemos a llamar animales. ¿Es esto la naturaleza? ¿Qué rito pagano vamos a conservar en una sociedad que abandona progresivamente todas sus ceremonias? ¿Queremos realmente no tener más elección que el utilitarismo o el fanatismo religioso? ¿Qué unión de artes populares y artes cultas vamos a conservar, cuando — progresivamente — éstas hayan deshecho todos los lazos con aquéllas? ¿Dónde podremos mirar la muerte de frente, transformada por nuestras actuales sociedades en una vergüenza?

Para los que la aman y la comprenden, la fiesta de los toros es una forma de resistencia a todo lo que nuestra pos-modernidad nos hace perder cada día más.

Sin embargo, hay que admitir que, para muchos, sólo es barbarie. A lo que sería fácil de responder con el siguiente paralelismo.

En Occidente, nos escandalizamos cuando los talibanes destruyeron las famosas estatuas gigantes de Buda, esculpidas en acantilados en el centro de Afganistán y datadas entre el siglo IV y VI de nuestra era. A fin de cuentas, a sus ojos no destruían “obras de arte”, solamente ídolos de piedra; y lo hacían por respeto hacia su Dios, el “Único verdadero” que ellos consideraban superior a los seres humanos. Esto no disculpa ese bárbaro acto, por supuesto. ¿Pero, qué es lo que hay que pensar de esos antitaurinos que, en nombre del (supuesto) bienestar de los animales, a los que no consideran superiores a los seres humanos, pretenden dar muerte a una forma de arte y creación arraigada en la historia e inserta en nuestra modernidad, pero en la que ellos sólo ven arcaicas creencias y ritos? Entonces ¿quiénes son los bárbaros? ¿Los que quieren perpetuar este arte o los que pretenden prohibirlo?

El argumento es fácil y, sin duda, no es equitativo – sin embargo no más que el que reduce la fiesta de los toros a barbarie. Sólo podemos sacar una lección: siempre seremos bárbaros respecto de alguien. Por eso más vale quedarse con: tolerancia hacia las opiniones, respeto a las sensibilidades y libertad para hacer todo lo que no atente contra la dignidad de las personas.