Para un académico de la Española, chiquero es cada uno de los compartimientos del toril en que están los toros encerrados antes de empezar la corrida.

Pero España está muy por encima de los académicos y su roedora actitud de peritos.

Hasta puede que los académicos sean los curas de este tiempo, y cada vez que veo el cartel de “Chiqueros” me acuerdo del cuento de Cossío sobre un fraile francisco que, dándole al huroneo, fue a caer a un chiquero con toro apartado dentro, refugiándose el franciscano en un rincón del chiscón al calor de la paja, al amparo de la oscuridad y al resguardo de los cuernos, así hasta la hora del festejo, en que se abrió la puerta del toril y apareció en el ruedo el frailón corriendo como un diablejo.

Chiqueros de Chinchón, solariegos y municipales, con olor a panera y a batalla, donde los hispanistas y las hispanistas hacen de su capa de tópicos un sayo de sociología y papeo.

Es un corredor de la muerte festivo (“no se olvide que el único acontecimiento en que la muerte es por sí misma espectáculo son los toros”, que dijo Tierno, el buen marxista al que nunca abandonó Dios), un escotillón que a golpes de cerrojos terminales, como en el garrote triste, solitario y final de “El verdugo”, recorre en escalofrío las tablas de la plaza vieja de Madrid, obsequio de Frascuelo, y desemboca en la plaza ilustrada más bella de España donde todavía un mármol funerario hace memoria de un padre y su hijo “vilmente asesinados por las hordas marxistas de este pueblo” en alguna noche de otro mes de julio.

–A mi juicio -avisa Tierno-, cuando el acontecimiento taurino llegue a ser para los españoles simple espectáculo, los fundamentos de España en cuanto nación se habrán transformado. Si algún día el español fuere o no fuere a los toros con el mismo talante con que va o no va al cine, en los Pirineos, umbral de la Península, habría que poner este sentido epitafio: “Aquí yace Tauricidia, es decir, España.