Fuente: Jorge Arturo Díaz Reyes. Del Toro al Infinito
En la conversación universal que permite ahora la red (Internet). El tema, casi el monotema taurino, de las últimas dos décadas es: “Cómo salvar la Fiesta”.
No hay que hacer encuestas para comprobar esa fijación colectiva. Todos en ella, ganaderos, toreros, empresarios, aficionados, periodistas, publicistas, críticos, analistas, estudiosos, curiosos, espontáneos… Cada cual a su manera, cada cual con su diagnóstico y su receta.
Sin embargo, bajo ese opinar multitudinario, subyacen tres acuerdos tácitos constantes. Tres convicciones, comunes denominadores que definen el estado de opinión, el espíritu de la época, el zeitgeist como dicen los alemanes.
El primero, que La Fiesta va camino de perderse por sí sola. ¿Sino por qué habríamos de salvarla? No hay que salvar lo que ya está salvo.
El segundo, que la Fiesta es un espectáculo parte del sector del entretenimiento, del show business y esto es lo que hay que salvar, porque sus números van a la baja; concurrencia, funciones, taquilla, rentabilidad…
El tercero, que a la Fiesta pese a su perpetuidad, su prehistórica historia, su esencia, su credo, su ritualidad, su reclamada esencia cultural, no se la tiene por un culto, y en consecuencia no se invoca su propia doctrina como camino de salvación.
Esa opinión general aplica el silogismo de que aun aceptando lo del culto, lo que hay que salvar son las finanzas, porque sin ellas, ni culto habría.
Parece un argumento sólido. No lo es tanto, la fiesta de los toros perduró desde tiempos inmemoriales hasta la edad moderna (post renacentista), sin el formato espectáculo-negocio. Luego, este prosperó, pero precisamente a expensas de la trágica mística.
Vendiendo su bizarría, su simbolismo, su estética y su ética avaladas por la sangre de toros y toreros. Estos hondos significados biológicos y sacros que la justifican, son su verdadero sostén. Su esencia, la cual ha resistido que durante trescientos años el toro, el toreo, la corrida hicieran concesiones formales a las modas, los gustos y los escrúpulos ajenos, incluidos los de sus enemigos (“el cliente siempre tiene la razón”).
Pero… ¿No hemos llegado por ahí al colmo de diluir las verdades esenciales, fiereza, riesgo, autenticidad, rigor y comenzado a perder por ello mismo credibilidad, fervor y concurrencia? ¿Será esa la razón de la caída libre, iniciada desde mucho antes de la pandemia?
Son preguntas que no contempla el clamor permanente a “reinventar”, a transformar la corrida en espectáculo de variedades, a convertirla en otra cosa que sea más rápidamente mercadeable a nuevas clientelas.
La contradicción está en que, si la Fiesta no se salva como lo que es, como lo que ha sido milenariamente, como un culto, tampoco se salvará como negocio. Y es más, no merecería ser salvada.