A fin de conseguir la tolerancia de nuestra cultura taurina que es patrimonio de España.

En aquel mapa de Europa iba delineando José, con su lapicero rojo, el contorno de España.

Y aunque no lo sospechaba, acariciaba el misterio del duende de la unidad europea.

No sabía bien por que, pero su memoria había evocado a Estragón, ese filosofo griego interesado en descubrir las relaciones de los pueblos e imperios en el mundo físico. Y así, mientras concluía el último trazo rojo y grueso en el perímetro de España, encontró resonancia en su conciencia la célebre frase atribuida al sabio geógrafo: «Esa piel de toro extendida, esa piel de toro… » . Aquella imagen termina de secuestrar su mente y empezó a intuir el enigma que escondía. Presentía, encerrado en ella, el génesis de la unión entre los pueblos de Europa. Pero desvelar su simbolismo era una empresa inaccesible a la razón. José dejó caer el lápiz y pidió al duende de sus sueños visitar la fundición de ilusiones. Y le fue concedido su deseo. En un instante, encontraba en el parco presidencial de una plaza de toros en cristal de roca transparente, y en su mágico ruedo, extendida en el albero, hallabase la ilusión de esa piel de toro de España. Y la ilusión del pueblo español se cernía sobre ella.

Ofrecían los tendidos una visión de cuadro impresionista: abarrotando el graderío miles de rostros indefinidos de espectadores que cristalizaban una ilusión del conjunto de los pueblos de Europa. Ocupaba el palco de honor una mujer hermosa, en quien todos veían la ilusión de una reina de Europa. De pronto… Se elevó un silbido estridente que apaga todos los ruidos. Era que aquella nube blanca de algodón, que nos pareció sin vida elevaba el clamor de su espera. El mar, que antes no tuvo ni un rizo de espumas, se agitó en violencias con olas que azotan las rocas. ‘ Es que el mundo taurino inmóvil tenía ya alma. Un pasodoble como una visión de ilusiones expendidas, de rosas y claveles… Sobre las huellas de otras tardes, el camino despacioso y lento de los ángeles toreros, como un largo peregrinaje de romeros… Ya los aplausos quemaron sus tracas… Algo de fuego prendió el oro de los trajes de luces. …Porque el duende torero, cerca ya de los medios, tenía ya una mancha rosada en las mejillas de su rostro pálido. Los ojos se clavan en la arena como buscando el misterio de otro minuto ansiado: Las jacas blancas de los alguacilillos, marcaban con sus hierros unas sendas curvadas. Quizás se nos antojaron hitos en surcos de arena. Pero poco valor tenían, porque al buscar este sendero otros ojos, el viento se burlaba borrando en la arena el surco. Meditaba el duende torero que tampoco nada valían los triunfos de otras tardes. Que el viento del olvido había borrado su paso… para tener que empezar de nuevo. Un momento… El talle de junco de los duendes toreros se ha doblado, como en un véspero luminoso de espigas. El oro de sus trajes, en las sombras, es más ceniciento. La montera, como un cuervo que remonta el vuelo adornado con las plumas de un viejo chambergo, ha acariciado la arena.

Después… Sobre las barreras han quedado clavados los capotes de paseo, como monstruosas mariposas. Hay voces que llaman a sus ídolos. Ellos nunca miran a los tendidos cargados de ilusiones, porque están angustiados en la espera. Aprietan más sus labios… En el albero de la presidencia se estremece un pañuelo blanco. El clarín rasga, temblorosamente, el silencio. … La paloma es aun de plata en el azul del cielo. … Como un rumor lejano, han llegado voces de bronce en el repique alegre de las campanas. Las jacas blancas de los aguacilillos, al trote, marchan en el retorno, sobre el mismo sendero. En la última cabalgada, en esta tarde de oro y perlas, de sangre, de flores, y de labios granados. Más tarde… Duendes mono sabios salieron a regar la plaza. Dispusieron sus mangueras y, al instante, subió el agua en presión de veloces surtidores que, al llegar a un punto culminante, se abrieron en paraguas de ilusiones. Una llovizna de bombillas de colores descendía, muy despacio, con nostalgia sobre el ruedo.

Allí, precisamente, donde la ilusión del espíritu de España flotaba sobre aquella ilusión en piel de toro. Todo ocurría en el centro del albero. Un calambre de emoción recorrió los graderíos al fundirse sobre esas ilusiones. En unos segundos aquello fue torbellino en carrusel de colorido y, en vértigo de luz, caleidoscopio. Fue crisálida un instante, y fugazmente mariposa en el quite maestro de un capote. Se esfumo la mariposa en el engaño y embistió con ahínco un toro bravo. En medio del redondel dominó toda la plaza un magnifico ejemplar en negro azabache: Este era su nombre: Colorado. El público supo escuchar la mariposa lenta de un capote. En las gradas se podía escuchar el roce de la montera de un duendecillo subalterno. En el callejón, todos, escuchaban el crujido de los bordados de la taleguilla cuando el duende tiene miedo en los tobillos… Una vez pasado el estupor, troncaronse en decepciones las ilusiones del público hasta tal punto, que ya no cabía más irritación en los tendidos, y se desbordaba en muecas y en mohines de disgusto que llovían ahora sobre Colorado como un chaparrón desde las gradas.

Nadie quería ver a Colorado, salvo José… y los duendes. Estos sacaban, de vez en cuando, un capote por los burladeros. Se arrancaba con viveza Colorado y corría hacía el estimulo; remataba en las barreras -un resoplido ardiente en sus fosas nasales- y temblaban los duendes con autentico miedo. Ninguno se atrevía a salir al ruedo frente aquel toro cuajado con casta y trapío. Todo el público empezó a gritar atronando la plaza: ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!. Y la reina de Europa cubrió su indignado rostro con una toca de blanco satén. Presentía José que todas sus ilusiones se desvanecían, y se lamento porque no había nacido el torero con valor suficiente para enfrentarse a Colorado. Pero en esto se equivocaba: ese torero si había nacido aunque también había muerto hace tiempo… Y tal vez por ello, en ese instante, el ángel de aquel torero muerto comenzó a descender de las alturas a cámara lenta: un despliegue de arte contenía y refrenaba los agresivos instintos del público. Enmudeció la plaza de respeto y admiración. Todos clavaron sus ojos en aquel traje de luces que, a las veces, parecía de grana y oro; de verde y oro, de azul y oro. Y es que el ángel torero no podía vestir un traje de luces corriente, porque la misma luz era su traje. José se puso a gritar, a voz en cuello, a la gente: «va vestido de arco-iris y oro». La reina descubrió su rostro por mejor contemplar el prodigio y, desde entonces experimentaba un forcejeo interior entre razón y sentimientos. Acaso fuera la noble apostura del diestro, o su penetrante mirada de caballero valiente, y aquel umbral de pillería de su abierta sonrisa; o quizás fue todo a un mismo tiempo. Lo cierto es que una danza de oro se arrancó en el corazón de la reina, cuya fría cabeza intentaba inútilmente controlar sin más fruto que algunas arritmias de emociones encontradas.

El diestro se encaminó hacía el centro del redondel, sin dejar de mirar a Colorado y estudiar sus querencias. De pronto, su voz adoptó el compulsivo acento de mando y citó al toro de frente, en el camino natural de la embestida, al tiempo que avanzaba el capote sostenido en sus manos. Colorado miraba con fijeza, y encelado por la proximidad de la capa se arrancó sin vacilación. El torero avanzó una pierna hasta cruzar su esbelta figura en el trayecto de la embestida. El público pensó que el toro le arrollaría en décimas de segundos, pero el diestro templó al tomar Colorado el engaño, y describió con sus flexibles brazos el arco por donde fue meciendo y acariciando al toro. Y así empezó a ligar, sin enmienda, una verónica detrás de otra. Colorado se doblaba bien a ambos lados y, al arquearse, su lomo esculpió las formas y el temple del sueño del arte. Cuadraba bien y pronto, repitiendo con nobleza y codicia. Más si era noble el encaste del toro, no era menor el temple del torero cuyo movimiento y equilibrio eran una misma cosa. La sensación de riesgo casi no se percibía y la emoción se antojaba insuperable, pues las defensas del astado rozaban continuamente el cuerpo del diestro, y este porfiaba en acariciar a Colorado con la capa. Aquello si que era una fiesta. El triunfo del arte sobre la muerte se consumaba en aquel baile del torero con el toro.

Aquella sublime danza había disipado el recelo del público, y muy pronto iba a secuestrar su ánimo en un encantamiento final. El castoreño brillante, iluminado por el sol, de oro los caireles de su chaquetilla. Montando un caballo alazán lucero, le andaba de frente, con el pecho, al toro Colorado. Que se arranca rotulando con el hocico el albero, y su rabo levantado en señal de bravura y gallardía. Los graderíos en silencio, emocionados. …Lanza e/jinete, rompiendo la brisa, la vara, de forma que en el embroque quede colocada en el morrillo del toro. Antes de que toque la res el peto, enjaezado con gualdrapas de pedrería cuajado dan al momento una ilusión de arte y majestad. Vaciando con elegancia por donde se encuentra la cabeza del potente caballo. Por encanto brota una rosa roja. Tres pares de banderillas, tres. El primero metiéndose en la cuna del toro, sin niño… que esta vacía. La muerte como madrina. El segundo por el lado contrario, para no engañar demasiado al toro… con un vaivén de nana recién cantada. El peligro por padrino. Y el tercero al quiebro, como ciprés que regatea un rayo de luna en el reflejo del agua en una noche oscura… Con el riesgo de llevarse jirones de azul y plata. Colorado lleva en sus pitones tela tabaco e hilos de plata. Duendes que se cimbrean como palmeras en el oasis del albero tostado. Dejando siempre los «palos» en su sitio, como flores en el mar… El ángel hizo una breve pausa para brindar aquel toro a los pueblos de Europa, de esa Europa enfrentada a la tragedia de comprender el atávico instinto del arte y fiesta del pueblo español con los toros. Entonces se dirigió al palco de honor, y al mirar a la reina, contemplo su diadema ceñida en la frente y estimada en más de mil besantes. Quitose la montera negra y dijo así: «He venido señora para liberar vuestro corazón, y el de vuestros pueblos, de las tinieblas del miedo. De ese miedo que nubla la mente y atenaza la razón. Si por merced del arte consigo mi propósito, vos misma reconoceréis al instante el triunfo del amor. Diose media vuelta y lanzo sobre los tendidos la montera, que por azar del destino fue a caer en el palco de José, quien la recogió con su mano izquierda. Ya los duendes hacían entrega al torero de la muleta y el estoque, y el brillo del acero pinchaba los globos de ilusión acumulado en las gradas.

Ahora nadie podía imaginar, ni siquiera José, la proximidad de la exaltación de la fiesta en un único y último pase de muleta. El diestro frente al toro, los pies clavados en la arena, la muleta en la izquierda y el estoque en la derecha. Al iniciarse la liturgia en lento desafío, Colorado se arrancó con toda el alma. Y al encelarse en la tela, el ángel cargó la suerte en aquel pase natural. Y paró con tanta magia, y con tal suavidad templo la acometida, que aquella apoteosis de quietud desmayada llegó al instante mismo de la eternidad. . Y entonces sacudió a toda la plaza el fugitivo aletazo de la divinidad… Desapareció el ángel en el estremecimiento colectivo y Colorado se volvió blanco como la nieve. Presa de un inefable hechizo, la reina de Europa sentía que lo amaba… Toda la plaza en pie pedía el indulto del toro en ondulante inundación de pañuelos blancos. En el palco presidencial imploro José la gracia al duende de sus sueños… Este sacó su pañuelo y, al extenderlo sobre el palco, todo el mar de los que ondeaban en la plaza convirtiese en un lienzo muy ligero que flotaba sin costuras. Aquel lienzo, en alas de veloces golondrinas, se hizo traje de novia en seda y raso para la reina, que fue revestida en su palco entre mil revoloteos jubilosos. Visiblemente emocionada bajó con donaire hasta la barrera del callejón. Y cortejada por los duendes -en volandas- puso sus pies en el albero.

El tumbo del-toro-negro– azabache, del toro blanco como la nieve, que ha hecho seda con el pitón, deja en las gradas una ilusión, porque hasta los aficionados más exigentes se vuelven jurados en la fraternidad, calificando al toro ya blanco como la nieve, como un toro «bonito» de la lidia… Por eso el arrastre, que nunca es una ilusión de la corrida, sino una barredora y postrimería, cobra con el toro un valor de rito que deja rubricada en el dibujo de rosca de cayado sobre la arena, antes de enfilar el arrastradero, una ilusión de siempre contundente. Con la melenera en la tierra, ahora blanca, el toro negro azabache ha pagado su peaje para la posible cornada franca. Y se piensa sentenciosamente en las gradas inflamadas de amor que es la muerte entre duendes de la bravura cierta. Al toro Colorado que cae peleando se le cantan fandangos en los funerales. El toro. Colorado esta allí tan cumplido, mordiendo el belfo con la última saliva de la gran tarascada que dio en carne viva. Ya muerto, en su destino se le sienta la reina de Europa, en los costillares con la frente sobre la mano, y el público de ilusión lo ve. Podría levantarse el toro blanco como la nieve y enganchar también a la reina de Europa. Están afónicos los bombardinos del pasodoble tocado por querubines. Las banderas lacias arrodillan el asta. Una nube blanca, redonda y solitaria en toda la tarde. Da sombra… y dignidad a las gradas exaltadas por el arte. Las mulillas, de mil colores enjaezadas, con banderas de toda la piel de toro extendida de España, esa piel de toro… Vetean el misterio desde dentro Por eso en este arrastre tienen que restallar el triquitraque del látigo mulillero. Duende de faja roja, cubierto de blusa blanca. Antes de enganchar la vertedora de los cuernos, porque los animales que son hortelanos honrados, se ponen gruñones y cocean, presintiendo que van a arrastrar a un bravo toro muy cerca de los cuartos traseros. De cerca, al enganchar, el duende de faja roja, ha visto un hilo de oro en el pitón derribado. Y el arrastre, que tanta álgebra equivocada suele borrar en la plaza, resuelve esta vez la incógnita del hombre lleno de ilusiones con un garabato de arada honda, en el que hay mezclados sangre de toro y pulpulina de estrellas.

Sólo los duendes mayores saben leer esas rayas a la mano, pálida de los redondeles en los días de arte y triunfo. En el arrastre, Colorado hace su última embestida a unas gradas que se le han vuelto globos de ilusión tocando casi el cielo… Si ni fuera por las mulillas, resbalaría hasta el fondo del cosmos como una mosca muerta y despegada del cristal de la ventana. Pero en el arrastre del toro Colorado, que es un instante en que los dioses discuten y jalean, ocurre que el toro se va dando cornadas frías de veleto a los surcos de arena soleada y pateada por Colorado en plena vida. Entran las mulas por el arrastradero con la collera hecha un nudo en la garganta. Suenan a monaguillo las campanillas. – y ese toro ¿Cómo se llama? No «como se llamaba», porque el toro bueno resucita siempre en la legendaria historia de las corridas con duende llenas de ilusión. Avanzo por fuerza del encanto, acercose aquel toro blanco como la nieve, y se sentó en su lomo. Empezó la vuelta al ruedo y estallo entre aplausos una misteriosa música coreada por todos los pueblos de Europa. Aquella melodía venia de otro mundo. Tal vez compuesta por querubines y coreada por los hombres, tenia -como suele decirse- mucho duende… Y se veía el cielo más cerca, y escuchaban, muy próximo en la música; y en toda la plaza había un sabor de cielo porque casi todo se tocaba con las manos…

En el interior de su conciencia percibió José que se apagaban los ecos de aquellas angélicas voces. Se terminaba su viaje a la fundición de ilusiones. – Atravesaba de prisa, tras de su duende, corredores y pasillos de fantasía en dirección a la salida. Ya casi en la puerta, pasó junto a una fiesta de duendes griegos, comían, bebían y charlaban divertidos. Uno de ellos alzo su jarra para brindar, y cuando ceso el jaleo dijo: «Que el destino alfombre de felicidad todos los días de Europa, pues a la vuelta de más de 2.000 años, el amor de Zeus no ha podido olvidarla”. Y saltó abundante la espuma cuando entrechocaron sus jarras de cerveza porque se había cumplido el brindis de aquel torero. El rapto de la ilusión de José desvaneciese por completo. Al recuperar su libertad y volver en sí, tan sólo veía un mapa de Europa, y en esa piel de toro extendida de España los gruesos trazos rojos de su lapicero inmóvil. Y sin embargo, estaba totalmente convencido de que el genio divino español podía propiciar esa autentica obra de arte: La unidad entre todos los pueblos de Europa.