Entre los gorrones que rodeaban a Joselito en Sevilla, había uno que, con el pretexto de cierto parentesco, vivía a costa del torero. Comía, vestía, fumaba, bebía; pero jamás con­seguía dinero, porque Joselito, que lo conocía bien, no era ajeno a que en cuanto le diera di­nero, el lejano pariente, de inmediato iría a parar a la taberna.

Un día plantándose ante el diestro, le dijo lastimeramente:

– Miá, José; fíjate lo desastrao que voy, que más parezco un probe de pedí limosna. No está bien que quien se considera como un hermano tuyo vaya por Sevilla de esta conformiá.

– Tienes razón; no me había fijao. Ves a ver a mi sastre y que te haga er traje que más te guste.

– Mejó será que me des er dinero, y asín podré mercarlo aonde mejor lo haiga.

– Eso no. Ya sabes que de dinero, ni un chavo.

– ¡José e’mi arma, que todo son calurnias!

– ¡Ni un céntimo! ¿Lo oyes?

Y al ver que Joselito no se ablandaba, el pedigüeño se avino a una negociación:

– José, no sea asín, que los hombres tenemos nuestros compromisos. Dame un duro, y que no me jagan el chaleco.