La cuna originaria del uro, ascendiente salvaje del toro bravo, parece hallarse en Asia. Restos arqueológicos de este animal  han sido hallados en áreas de India septentrional y occidental. Se han datado en los períodos pliocénico (Terciario) y pleistocénico (Cuaternario).Hallazgos posteriores señalan que, a partir del Cuaternario, estos bóvidos se fueron extendiendo hacia las zonas templadas del hemisferio norte. Así  poblaron China y el Próximo Oriente, África del Norte hasta el Sahara interior y las zonas meridional y central de Europa, excepto Irlanda.

En ese largo periplo de dispersión y ulterior asentamiento, el uro se fue revelando como  compañero inseparable de la evolución humana. El hombre y el toro se relacionaban en la naturaleza  en una solidaridad mística, iniciada ya en las primeras prácticas cinegéticas. Dicha solidaridad se aprecia en el parentesco existente entre determinadas sociedades humanas prehistóricas y el mundo animal, plasmada en forma de representaciones zoomorfas,  que tratan de captar  y de  atraer las facultades más notables y deseadas  de cada especie. De aquí, las imágenes descubiertas en las cuevas paleolíticas del sur de Europa o las ingenuas escenas del neolítico observadas en la misma zona y en las regiones del Próximo Oriente.  De un extremo al otro del Mediterráneo, las excepcionales condiciones del  uro en cuanto a suministro de alimento, fuerza, capacidad de juego, nobleza en la embestida, bella estampa y potencial genesico le fueron convirtiendo poco a poco en símbolo y referente  de las sociedades antiguas.

Las excavaciones arqueológicas atestiguan que la meseta anatólica (Turquía) pudo ser un centro ganadero de bovino salvaje ya en el VI milenio a.C. El poblado de Çatal-Hüyük disponía de edificios de una sola planta, algunos de los cuales se adornaban con genuinos cuernos  de uro encajados en cráneos de barro enyesados. Emergían de las paredes o se  insertaban en pequeños pilares de ladrillo colocados en el suelo. Su asociación con una diosa materna de formas obesas, señora de la fertilidad y de la vida, sugiere la calificación de estos recintos como santuarios. Es aquí donde aparecen los testimonios más  remotos de cacerías vinculadas a juegos taurinos en la Antigüedad. Escenas pictóricas ilustran las sucesivas etapas del enfrentamiento. Los cazadores persiguen a los bóvidos haciéndolos correr hasta su extenuación, después les acorralan y asustan con ruido, fuego o agitando palos o bastones. La corrida en campo abierto tuvo que implicar necesariamente una previa selección del animal seguida del aislamiento de su manada. El objetivo no parece ser la muerte de la res. Probablemente, existieron  parajes elegidos, en razón del agua y de los pastos, hacia los que los ejemplares elegidos eran empujados para su control dentro de su espacio natural. Serían las primeras dehesas conocidas.

La relación del toro con la diosa, primitiva pareja divina, era festejada una vez al año en rituales de primavera destinados al renacimiento de la tierra, a la fecundidad del ganado y a la abundante reproducción del clan familiar. La unión de ambos se reflejaba en los murales de los recintos sagrados con juegos de jóvenes saltarines que sorteaban las afiladas astas de su oponente. La diosa presenciaba el ceremonial como signo de su aceptación. Posiblemente, los toros designados para ello, procedían de esos terrenos acotados donde se les cuidaba y vigilaba  hasta el momento de estas solemnidades. Es probable que tras el lúdico ritual, se les diera muerte y se terminase con el ágape colectivo de su carne. Sus  peligrosos apéndices pudieron constituir un  recuerdo del evento y asegurar la protectora presencia del animal en el poblado.

La moderna tauromaquia es fruto de un largo y complejo camino que arranca de los primeros estadios del transitar humano. Anatolia fue tan solo una hebra, tal vez imprescindible, de esa inmensa  urdimbre   que compone el panorama histórico y cultural de las celebraciones taurinas.