Desde hace casi diez años, al ruedo de ese coso no volvió a saltar un toro. En este país en el que se fomentan los monopolios y se permite el libre operar de las mafias, a las empresas que intentaron organizar festejos en él, les pusieron las peras a cuarto y nunca lograron mantener el paso rival. Como es común que suceda aquí, las plazas de toros donde se han escrito páginas brillantes de la historia del toreo en México, terminan por convertirse en elefantes blancos, edificios inservibles de muros en ruinas y hierros oxidados, que un día desaparecen por arte de magia y de la cizalla, para amanecer convertidos en terrenos baldíos y al que sigue, en centros comerciales modernos y espaciosos. De las hazañas y faenas, gestas y efemérides taurinas, si bien nos va, sólo quedará una pequeña placa conmemorativa escondida en la pared más recóndita del nuevo edificio.

El coso abandonado tenía firmada la sentencia de muerte. Caduco, cuarteado el gigantesco domo blanco con que lo afearon en el sesenta y nueve, las fachadas que nunca fueron terminadas, cadenas y candados en las puertas, y en el ruedo, los fantasmas de toreros lidiando a toros etéreos. Pasar por allí, vaya uno a saber, era echar andar en la memoria varias décadas en sentido inverso, imaginando horas soleadas con el bastidor redondo de cielo azul y las nubes atravesándolo, mientras aumentaba el volumen de su voz de plaza monumental en cuanto el público iba llenado la grada con su murmullo expectante.

O de otra forma. En blanco y negro atravesar la tarde dominical alrededor de la televisión de bulbos que los abuelos encendían anticipadamente para calentarla y que estuviera lista a la hora del paseíllo. Cuando las voces de Paco Malgesto o Pepe Alameda narraban lidias brumosas, pero que fueron reales, hoy perdidas en la niebla del recuerdo, confundidas las brújulas al adentrarnos en el territorio de la infancia lejana y breve. Con los ojos llenos de actos de torería salíamos al patio, pintado con las últimas luces antes del anochecer, pugnando con los otros niños quien sería Joselito Huerta y quien Paco Camino, designación a los más pequeños de banderilleros y picadores, y echando a suertes a quien le correspondía ser el toro. 

A partir del primer golpe de piqueta sólo quedarán las viejas crónicas, fotografías como flores secas entre las hojas de los libros y las películas rescatadas en compilaciones nostálgicas. Lances de toreros míticos, embestidas de toros furiosos. La alternativa de Manolo dos Santos, bien nombrado El lobo portugués. La despedida de Carlos Arruza con el que siempre estaremos en deuda. La faena a “Periodista” de Zotoluca firmada por Antonio Velázquez y diez años después, la horrenda cornada en la mandíbula al mismo diestro, cate a la cuenta de “Escultor” de Zacatepec. El triunfo del que no repitió otra cumbre de tanta altura, Alfredo Leal bordando a “Tejón” de don Mariano Ramírez. La sangre derramada por José Huerta El león de Tetela. Carlos Vera Cañitas que volvía triunfador de España. La inolvidable corrida en que Paco Camino El niño sabio de Camas enseñó a embestir a “Gladiador” y a “Traguito” los berrendos de Santo Domingo. El rabo cortado a “Cascabel” de San Mateo en lección magistral de elegancia y oficio, dictada por Antonio Ordoñez. Manuel Capetillo con “Arizeño” y Manolo Martínez con “Toñuco” de Mimiahuapan. Luego, en la década pasada la temporada del 94, Manzanares, Manolo Arruza, Fermín Espinosa Armillita, Pepín Liria, entre otros, serial de doce corridas que no cuajó. El toro “Tintorro” de Vistahermosa.

Es el progreso que gana terreno y la decadente situación de la Fiesta en México que lo pierde. Una plaza de toros cerrada por años, ya es en sí, una plaza perdida. Sólo que a partir de cierta edad, uno es lo que recuerda y algunas cosas se convierten en pertenencias sentimentales, barreras contra el olvido que se aman entrañablemente.

 

 

 

 

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                                                                             Desde Puebla, informa  José Antonio Luna Alarcón