Dos soledades tú tienes,
¡oh, toro bravo de España!,
dos soledades distintas,
una buena y otra mala.
Una de calma y sosiego,
la otra, desesperada.
Una es soledad divina,
debajo de las encinas
a la sombra de sus ramas,
y la que te encuentras toro,
en un albero de oro,
cualquier tarde en cualquier plaza.
Una a tu libre albedrío
luciendo tu poderío,
presumiendo de tu estampa;
la otra ante el griterío,
tembloroso y dolorido
entre capotes de grana.
Aquella del campo hermoso,
de tomillos olorosos
entre las floridas jaras,
y esa de oscuros chiqueros,
de rojizos burladeros
y barreras encarnadas.
Una de bella trapío,
entre los juncos del río
cuando el sol se va ocultando;
la otra entre el vocerío,
cuando ya estés aturdido
o tal vez agonizando.
Igual que tu propia sombra
tu soledad te acompaña,
solo la muerte algún día
de ti podrá separada,
cuando un torero a porfía,
con coraje y valentía,
a ley te entierre la espada.
Tu sino es la soledad,
en los campos y en la plaza.
¡Que distintas soledades para tu sangre y tu casta!
Naciste para morir,
soberbio toro de España.