Tengo un joven amigo que fue aficionado a los toros, ahora, lleva un rato largo sin pararse en una plaza y los domingos no se sienta frente al televisor ni de coña. La otra noche coincidimos en la farmacia, entonces, me preguntó cómo iba la cosa. Lo conozco hace años, por ello, adiviné que la cuestión era referente al mundo de los toros. Le contesté que más o menos. Me miró y se tiró por derecho. “¿Qué tal la corrida de El Juli en Tlaxcala?”. En su rostro había una mueca guasona. “Mal. Lo de siempre. Una asalto en despoblado. Una becerrada de Montecristo y ésta además, sin dos gotitas de casta”. Respondí con verdad y recreándome en la suerte cuando pronuncié las palabras becerrada y lo de la casta. De nuevo probó suerte. “Y… ¿la de Pablo Hermoso en El Relicario?”. Esta vez, esbozó una sonrisa de conmiseración. “Peor. Chicos, pero acabaron pesando mucho de tanto fierro que les clavó el navarro. Fueron de Rancho Seco. A su segundo le puso cuatro rejones de castigo y luego, se ensañó clavándole banderillas, banderillas comunes, banderillas cortas, banderillas a dos manos por partida doble, más la estocada trasera. Ya sabes. Bueno, por no dejar, le clavó hasta el codo en los desplantes”. Me miró con un “ya lo sabía” que tuvo la caridad de guardárselo en los labios. Quiso saber más. “¿Y la de la México hace un rato?”. Para este momento, supongo que el que esto escribe tenía la cara de perfecto idiota. “Fatal. Anovillada y mansa salió la de La Soledad, además, Padilla estuvo en cirquero”. Dije fracasado. Él, orgulloso y muy satisfecho, expresó: “Lo bueno es que yo ya me liberé de todo eso”. Y alargando la mano se despidió.

Lo vi alejarse en dirección a su coche y me quedé pensando. Haciendo cuentas sobre esta afición de mis cojones que a cambio de entusiasmos, ilusiones y gastos, por lo general, devuelve sinsabores. No es culpa, estoy seguro, de los ganaderos, sino de los que consumen sus productos. Tengo a la mano un mensaje electrónico que me envió otro amigo, éste tiene la mala fortuna de ser criador de toros de lidia en un país torerista. Desesperado me comenta que ha estado a punto de pasarse a las filas de los antitaurinos. Su pesar se debe a que ha mandado un novillo a un festival –los detalles me los ahorro, porque no sé si él quiera que se compartan- un animal bonito y con buen peso, según me cuenta y conozco su encaste, por lo que suscribo. El primer disgusto consistió en que nada más saltando el morito del cajón, se percató de que le habían arreglado los pitones a lo “pablohermoso” –esto ya es toda una moda- es decir, le habían volado media cornamenta. Las palabras del ganadero duelen como patada en los huevos: “El novillo hizo una salida importante, sin tontear, comiéndose los capotes, bravo de cojones, nos entusiasmamos… uno de esos que yo califico como “superiores” y que por sí mismos justifican el esfuerzo y me dan gasolina para continuar en esto por otros mil kilómetros […]”. Sin embargo, poco le duró el gusto, pues el diestro–se me aflojan los empastes al llamarle así y juro venganza- descaradamente pidió al picador que lo despachara con la vara. Por el puyazo brutal, el novillo se quedó parado dejando charcos de sangre en la arena y el infeliz que lo había mandado matar alevosamente, cínico, todavía tuvo los arrestos de fingir que el animal no servía y que no era su culpa. La gente no se lo tragó y no se cansaron de recordarle a todos sus muertos, le llenaron la espuerta llamándole maricón y gritándole que volviera a pedir el caballo para que el jinete acabara por completo con el magnífico novillo.

El ganadero sigue con su narración: “Al arrastre, me fui al destazadero. Tres agujeros salvajes… metí el dedo índice en uno de ellos y no me alcanzó. Metí el puño y se iba, José Antonio… ¿así a dónde vamos?… si tanto miedo pasan, ¿por qué se hacen “toreros”?… ellos solos sabotean su triunfo y acaban con la fiesta”.

La respuesta es muy fácil ganadero, porque vivimos los tiempos de la forma y no del fondo. Les gusta que les llamen  “matador” y vestirse de luces y salir en las fotos. Lo de estar bien frente a los toros, eso es el fondo, y ahí se complican las cosas.

Es que en la tauromaquia los héroes nos han traicionado. Nos engañan. Es como ese capítulo de Smallville en el que el joven Clark Kent previamente a convertirse en Superman, todavía sin su discreto traje de bailarina y su trusa calada encima de las mallas, se vuelve malo y empieza a saquear cajeros automáticos y se roba coches y golpea no sólo a los facinerosos, sino  también a todos los que no le simpatizan y le da un mejor empleo a su visión de rayos equis, es decir, la aprovecha para mirar desnudas a las mujeres de buen ver. Al igual, es un hecho, nuestros héroes vestidos de luces nos traicionaron porque nosotros los dejamos, es que la mayoría de los públicos son tremendamente conformistas, aunque a veces, las menos, haya otros que no se dejan.

Es eso, o que tal vez, no son los superhéroes que imaginamos, sino seres comunes y corrientes, esclavos de la mísera condición humana, con sus luces y sus sombras en las que, cuando el miedo aprieta, se definen tramposos, incongruentes, mentirosos, desleales, abusivos, mezquinos, menguados, cobardes…exactamente como un cualquiera.

 

 

ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México