El cine ha contribuido, sin duda, a la difusión de la Fiesta en una época donde las diversiones eran escasas. Los tiempos discurrían como en la mayoría de las películas: en blanco y negro. Todavía al pueblo no había llegado el celebrado technicolor. Estamos a finales de los cincuenta, donde la inmensa mayoría de las pequeñas poblaciones no contaban con plaza de toros. De modo que para ver una corrida con todos sus avíos solo quedaba el recurso de ir al cine, la televisión y las secuencias taurinas del Nodo. Muchas criaturas de no ser por el celuloide jamás hubieran visto de cerca; aunque fuera virtualmente la atmósfera de una tarde de toros.
Por aquel entonces, si un torero no contaba sus hazañas en una película no era nadie. Hasta había algunos con buena fibra de actor: Luis Procuna, El Cordobés, Pepín Martín Vázquez, Miguelín, Palomo Linares…
Hoy por el contrario el cine taurino duerme en el fondo de las aguas sus mejores glorias. Aún está por hacer la gran película. No corren buenos tiempos para la lírica ni la filmografía taurina. El torero ha perdido su punto de romanticismo y hay que sortear por otros vericuetos más complejos, acorde con la bulla de los tiempos. La figura del torero –otrora heroica– navega por otros mares menos folletinescos. Son otros los arquetipos. El torerillo desarrapado e inclusero tocado por la cruda realidad del hambre y los pitones de la miseria han pasado por suerte a la avinagrada historia. El torero hoy –el que se presta– es carne de novela rosa o prensa del corazón y otras vísceras a consumir. Todo cambia y todo llega. Los maletillas ceden los trastos o el hatillo a los estudiantes de Tauromaquia. Pero ojo, en el toreo y en todo se valora más la originalidad que
Os cuento: finales de los años 50. El que suscribe, era niño cargado de inocencia con pantalones cortos y mirlo (flequillo) en guerrilla. Noche calurosa. En el cine de verano el no hay billetes. Echaban
-¡Ojú! ¡Cuando empezaron a salir los toros en la pantalla, como uno estaba en primera fila, me tuve que ir a la cola; me daba mucho miedo parecía que el toro iba a saltar a éste lado!
El alfayate nunca había visto –en su larga vida– una película de toros. Lo real en movimiento por muy ficticio que sea siempre impone. En los tendidos el toro quedaba más lejos. El que el toro subiera a los tendidos pasaba, pero era cosa rara. Una lotería.
En el alba del cine, la gente se asustaba lo mismo. En las míticas secuencias de la llegada del tren de los Lumiere, en el año 1895, Belmonte tenía sólo tres años, los espectadores se echaban a un lado, temiendo ser atropellados por aquella locomotora que venía echando chispas. Lo mismo que los toros que vio venir –con la misma violencia del ferrocarril– el maestro sastre. ¡Bendita ingenuidad! Las estrellas fugaces siguen corriendo disparatadas en el firmamento; pero el cine, aquel cine de verano ya no está, ni los tres toreros tampoco. Solo nos queda el recuerdo de aquella Tarde de toros en la noche a los que seguimos –por suerte– lidiando el tiempo que siempre da regular juego.