Se celebraba la festividad de San Sebastián patrono de la ciudad de Sangüesa; reinaba un sol cegador y hasta los corrales de la plaza de toros – llegaba lejano – el eco del pueblo en fiestas; los altavoces de las tómbolas, los tiovivos y el rumor de las charangas.
El comentario entre los aficionados era unánime: la corrida de la tarde – ya preparada para su apartado – era “preciosa”: cuatro toros eran cárdenos – dos muy claros – incluso uno casi franciscano, otro berrendo en negro, capirote, botinero y algo carbonero por el lomo.
Alejado de sus compañeros inquieto, retador con los espectadores y brillando al poderoso sol de las doce había un “torito” de singular pelaje: colorado encendido – casi retinto – ojo de perdiz, “ bociblanco”, “meleno” y con las greñas color melocotón.
En medio de una nube de polvo y escarbando furioso el “colorado”ofrecía una extraña estampa y ante el menor movimiento de alguno de los asistentes al acto se encampanaba, cabeceando nervioso a derecha e izquierda.
El gentío que curioso y expectante asistía a las maniobras de “enchiqueramiento” del ganado veía encantado el comportamiento del “colorado” y temerariamente no paraba de citarlo con voces y gestos; con esto el toro cada vez se irritaba más.
Los cinco primeros toros – tranquilos y serenos – se arremolinaban hermanados entre sí y con los cuatro cabestros: «berrendos» en negro y en colorado, viejos, “cornalones” y destartalados.
Toda la “corrida” – los seis toros – eran cómodos de cabeza y mientras que los cinco “bien avenidos y hermanados” eran “cornicortos” algo “brochos” y “astinegros”, el colorado solitario era “veletito”, incluso algo “alirado”, “astifino” y de cuerna acaramelada con la mazorca rosa.
Mayoral, apoderado y empresario comentaban lo bonito de la corrida: cortos de manos, bien hechos, cómodos y con todas las trazas de embestir.
El apoderado – que antes había sido veedor – inquirió sobre lo “raro” de las hechuras del “colorado” respecto a sus hermanos de camada, a pesar de llevar el mismo hierro en el anca y la misma señal en las orejas: hoja de higuera en la derecha y garabato en la izquierda; el mayoral confirmó su extrañeza, que comentó compartían a su vez el ganadero y los pastores en sus charlas allí, en la lejana dehesa; nunca habían conocido un colorado encendido “aperdigonado” en la ganadería y tampoco toros con esa extraña cornamenta tan veleta y acaramelada; la única explicación es que fuera “un salto atrás” genético, ya que la vacada actualmente tenía un «encaste» exclusivamente “santacolomeño”.
Sin el ritual del sorteo – por ser una corrida con matador único- se pasó directamente al apartado de las reses; la corrida se separó sin mayores dificultades y sin ningún contratiempo; cada animal – uno tras otro – entraba dócilmente en su toril correspondiente y esto fue así hasta que le llegó el turno al “colorado”.
El «enchiqueramiento» de éste costó “Dios y ayuda”. El toro se “aquerenció” en el costado opuesto a la puerta de salida que conducía a los toriles: aquí – inquieto – estaba en continuo movimiento: mugiendo, escarbando y amagando embestidas .
Intentando arroparlo, entraban y salían los cabestros una y otra vez; se repitió la maniobra añadiendo una punta de vacas bravas que se encontraban en la plaza para ser corridas por los mozos. Pero todo fue en vano; el toro aparte de arrancarse furibundo hacia las vacas – que huían despavoridas – no parecía tener la menor intención de abandonar su querencia.
Como siempre ocurre en estos casos todo el mundo comenzó a opinar sobre la forma de mover al toro; esto empeoró más la situación al citarlo desde todos los lados. Con todas estas maniobras el toro se ponía cada vez mas “flamenco” – inquieto amusgaba nervioso y berreando con furia, babeaba colérico -.
Los empleados golpeaban puertas y barandillas con palos; incluso algunos insensatos se empeñaban en castigar al toro tirándole piedras y todo lo que encontraban a su alrededor.
El apoderado y los subalternos se encontraban de un humor de mil demonios y sugerían continuamente que se cambiase al “colorado” por el «sobrero» – este se encontraba apartado en otro corral -.
Desistieron de su propósito al comentarles el encargado, que él “reserva” era un toro medio “cunero” y sin muchas garantías.
A todo esto, el “colorado” estaba cada vez más excitado y seguía haciendo de las suyas; ya no quedaba ni un burladero ni una puerta sana, tal era la forma de “sacudir estopa” del «animalito».
El mayoral enfadado – fuera de sí – hizo abandonar a todo el mundo los corrales, puso un trapo al final de un palo largo, enceló al toro y trayéndolo suavemente consiguió enchiquerarlo; el “colorado” al sentirse engañado y encerrado entre cuatro paredes comenzó a mugir y pujar pero enseguida se tranquilizó con la oscuridad, el frescor y el silencio del toril.
A las seis en punto de la tarde se inició el paseíllo; la cuadrilla, capitaneada por Pedrín de Zamarique, lucía esplendorosa bajo el rutilante sol de la tarde; el matador se encontraba en plena vorágine de la temporada, hacía su corrida número ciento veintiséis y era la figura del año, el héroe de las multitudes – especialmente de las femeninas -.
La plaza estaba hasta la bandera; el día era caluroso en extremo y había en los tendidos una luz, una animación y una alegría contagiosa; se respiraba un aire de fiesta grande y se escuchaba el murmullo de expectación de las grandes tardes de toros; los aplausos durante el paseíllo fueron atronadores.
Continuará…