Cada día echamos más de menos aquellas corridas que se lidiaban con tanta intensidad hace a penas unas décadas. Los aficionados estamos descubriendo con tristeza que los mayores peligros para la Fiesta no son los antis, ni los políticos de la zurda corrompida de trinque grande y cerebro pequeño, es la mediocridad profesional, la ausencia de arte profundo y puro y la pérdida de emoción en los toros. Por otro lado ha desaparecido el romanticismo y la imaginación de los «mandamases». La sanguijuela administrativa y
Una cosa es segura que ha cambiado en los toreros de ahora y que tenían los de antaño, la imperiosa obligación de jugarse la vida y los garbanzos cada tarde. Del mismo modo los clásicos sentían necesidad de impresionar, entusiasmar y atemorizar a los públicos por el riesgo en cada lance. Los tendidos de cualquier plaza de toros rebosaban a borbotones de emoción y sentimiento. Comparar a los toreros de hoy con las figuras de hace cincuenta años es comparar a Velázquez con un encalador de retretes.
Los mayordomos de la comunicación también tiene mucha culpa del desastre, tapan errores de bulto en la lidia, culpan siempre de cualquier petardo al noble bruto, y lo peor es que sospecho que no tiene ni idea, ni afición a los toros, son «atorrantes» a sueldo. No
– «En fin, que fue una corrida
muy alegre y divertida
que satisfizo al concilio;
deja buen recuerdo Emilio»,
tu función de despedida».
Firmado: Ángel Caamaño «El Barquero».
Lo cierto de aquella corrida es que rayó en esperpento. Los toros fueron chicos de alarmar, los pitones pasados por Llongueras, la bravura la dejaron en la dehesa y la fuerza la llevaban en la tripa, de la casta ni hablar. No decimos procedencia por no venir al caso. Pero lo curioso es que tanto fraude y que la corrida pasara a la historia, disfrazada por los que debían juzgarla. Ya no podemos fiarnos ni de los recuerdos.