El inicio de la temporada estaba cercano, el diestro cada vez tenía más dificultad para dejarse llevar en los brazos de Morfeo. Su inicio de temporada era en Olivenza, sabía que los aficionados iban a estar muy pendientes de él. Aunque conseguía dormir,, cada día se despertaba antes. En uno de esos días previos, se despertó durante la madrugada. Al despertarse oyó un leve ruido que rompía el silencio de la noche.

 

Sin dudarlo se levantó y sigilosamente apartó la cortina de la ventana. Al instante pudo observar a «Delfos» que se había colado en el jardín del ganadero y se estaba comiendo algunas plantas. El torero no hizo ningún gesto, pero su mirada y la de «Delfos» se entrecruzaron. El becerro no se apartó, cogió una margarita y con sus andares garbosos volvió al cercado de donde no tenía que haber salido nunca. Luís Enrique esbozó una ligera sonrisa y se quedó impresionado del ingenio del becerro. Noche tras noche, observaba las travesuras de «Delfos». Un día cogía un trozo de lechuga, otro escarbaba donde había plantadas patatas. Siempre dejaba alguna pequeña pero intensa huella de su presencia. No era una huella delatadora pero si suspicaz de que algo había pasado, es decir «Delfos» se dejaba entrever. El becerro era observado por el diestro y por los niños de la casa: Juamba, Silvia y Carmeta.

 

Eran tres traviesos que eran capaces de ponerse la alarma del móvil para observar desde la ventana de su habitación las aventuras de «Delfos». Se turnaban, aunque Silvia era la que se despertaba antes de que sonase el móvil. Juamba era muy expresivo y alegre y Carmeta no paraba quieta y tenía muchas ocurrencias que hacían reír. Silvia siempre estaba dispuesta a realizar cualquier travesura y a ayudar a todos sus amigos, no le importaba el esfuerzo, si su corazón se lo pedía, ella siempre allí estaba.

 

Después de varias noches observándolo, una mañana, lo primero que hizo Luís Enrique, incluso antes de almorzar, fue ir a visitar a «Delfos». Ahí estaba junto a su madre y con una actitud muy modosita. El becerro se percató de su presencia y levemente se incorporó alejándose del regazo de su madre y se aproximó a su encuentro. El diestro estaba apoyado en la valla que envolvía el cercado. Un intenso cruce de miradas se produjo, Luís Enrique se sorprendió de la mirada bondadosa de sus pequeños ojos y sus finas pestañas. En ese momento supo que un día se encontraría con ese becerro en una plaza. Fue una intuición, una de tantas que hace tambalear a la razón y vibrar al corazón.

 

Juan José, el ganadero, observaba a distancia el encuentro entre los dos. Se acercó hasta ellos y le comentó a Luís Enrique que ese becerro tenía algo especial. Tras ese intenso silencio le dijo: «Torero, el toro será siempre tu mejor maestro, él te enseñará más que nadie, desde que sale por la Puerta de Chiqueros. No olvides que todo lo que se le hace al toro desde que sale, te lo encontrarás, si está bien hecho en positivo y si está mal hecho, en negativo, cuando cojas la muleta; por eso cuida al toro desde que lo recibas con el capote y debes estar siempre muy atento durante toda la lidia» .