Geometría del toreo

 

Cuando les andaba a los toros, echándoles la muleta abajo, ¿notaba que se le entregaban? «Sí, echándoles la muleta abajo, se entregan. Pero ¿qué es eso de que yo les andaba? Hay que distinguir, joven». Y el maestro, por ahí el bastón, olvida la cadera, se pone de pie, y torea. «Se trata», explica, mientras carga la suerte, «de que la muleta, en vez de quedarla aquí, la quedo allí. Y el toro se obliga, y iruelve, y entonces yo estoy parado. Claro que luego me vengo allá». Hace la geometría del toreo con tal pureza que es un gozo. Igualito que en el festival homenaje a El Gallo, cuando estaba de es, pectador, acompañado de Gregorio Corrochano y Thomas, y el público pidió que bajara a matar el sobrero. Bajó, y toreó de locura. Quedando la muleta donde se debía, el novillo surcaba arabescos en torno, sin rozarle el traje de franela gris, que tras la monumental faena estaba tan impoluto como cuando lo mudó. Y el público daba saltos de entusiasmo, gritaba ,»¡maestro, maestro!».

 

A los cánones del toreo -parar, templar y mandar-, Domingo Ortega añadió «cargando la suerte». Y dice por qué: «Sin cargar la suerte, el toro entra y sale por donde quiere; y no, ha de ser por donde quiera el torero. Hoy, los muchachos, como no cargan la suerte, dejan al toro tan fresco después de 50 pases; ¡y eso no es torear! El toro, después de cargarle la suerte en 8 o 10 muletazos, ha de acabar hecho una birria. El toreo es también temple, que está en la palma de la mano. Que la quiera coger y no pueda. El diestro que se deja tropezar los engaños no torea de verdad, por muy en tipo que se ponga y aplauda el público». A juicio de Ortega, el mejor fue Curro Puya. Y entre los de la posguerra, Antonio Bienvenida: «Este muchacho tenía un gran sentido del toreo».

 

Se ha dicho que de Despeñaperros para abajo se torea y de Despeñaperros para arriba se trabaja, y ahí discrepa Domingo Ortega. «Hombre, le diré; yo, que me hice torero para no tener que trabajar…». De chiquillo vivía en mi pueblo, en Borox. «Nos manteníamos de unas tierras que poseía mi padre allá en el Tajo. Mi madre murió cuando yo tenía 15 años, y era el mayor de cinco hermanos. Así que dije: ahora corresponde que arrime el hombro. Y me hice torero. La afición me venía de la vecindad de la ganadería del duque de Veragua» (el maestro la compré años después).

 

«De manera que decidí probar suerte y me asesoré de Salvador García, un paisano novillero que, en cambio, él no había tenido la suerte que yo buscaba. Era el año 1927. Nos fuimos a la novillada de Almorox y uno de los torerillos sufrió una cornada tremenda. Cogí su muleta y su espada, y maté al toro. Ése fue mi debú. Luego, todo transcurrió rápido: ocho novilladas por los pueblos, dos en Tetuán de las Victorias y tres en Barcelona, al filo del invierno de 1930. Tuve tanto éxito que contraté la alternativa para el año siguiente en la rnisma plaza. Me la dio Curro Puya y ese día solemne también armé un alboroto. En Madrid me la confirmó Nicanor Villalta. Así que se puede decir fui figura nada más empezar».

 

De ‘paleto’ a maestro

 

Desde sus comienzos, Domingo Ortega mantuvo siempre el mismo estillo. «Salvador García«, recuerda, «me había explicado lo que era la cosa del arte de torear. No obstante, en el primer festejo de Almor ox, voy y le junto lo pies al novillo, y en ese momento oigo una voz que me insulta: ‘¿Qué haces, desgraciado?». Era Salvador, claro. Al acabar, dice: ‘Me habrás oído.» Le digo: »Sí, y te prometo no volverle a juntar nunca más los pies, a un toro’. Tenía razón y se la dí: él no había visto nunca juntar los pies, toreando, ni a Gallito ni a Belmonte».

 

El paleto de Borox se transformó en el maestro de Borox, un hombre culto, al que admiraban intelectuales. Hizo ganadería, que aún posee, en el término de Segovia. Contrajo matrimonio con la marquesa de Amboage, que falleció al poco tiempo de casados, de una septicemia. Domingo Ortega se casó en segundas nupcias el año 1946 con María Victoria Fernández y López Valdemoro.

 

Ortega se retiró en plena gloria y volvió un año después porque se lo pidió el apoderado, para que le diera la alternativa, en Bogotá, a su hijo Luis Miguel Dominguín. «Me llamó desde allí y me dijo: ‘Estoy aquí con la familia, sin nada; Domingo ven a salvarme’. Sin pensarlo dos veces cogí el avión, y le di la alternativa a Luis Miguel, que era un niño».

 

Domingo Ortega reapareció en España y siguió en el toreo activo hasta el año 1954. Después toreó en festivales y en los tentaderos, lo ha seguido haciendo, sin parar, hasta que ocurrió lo de la cadera. Cuando cumpla los 80 años, que será dentro de unos meses, el homenaje del mundo taurino le será debido a Domingo Ortega, el maestro de la ciencia de parar, terriplar y mandar, cuya cátedra continúa esperando sucesor.