A Domingo Ortega, el legendario maestro del pequeño pueblo toledano de Borox, 80 años a punto de cumplir, 30 que dejó la cátedra por jubilación voluntaria sin que, desde entonces, nadie haya hecho méritos bastantes para ocuparla, le duele la cadera, la que le operaron hace dos años («en ésa no tenía ninguna cornada y en la otra sí; qué cosas»), y ni aun arrellanado en la butaca favorita deja de apoyarse en el bastón. Pero sólo con preguntarle a Domingo Ortega qué es para él torear, echa pie a tierra y, tirado el bastón, cita adelante la mano, templa su movimiento, carga la suerte sobre la pierna mala, que se le pone milagrosamente buena para el arte, y hace llegar hasta la consola de la estancia de su casa donde nos encontramos al imaginario toro negro, que entró fiero al pase y salió de él sumiso.

 

Uno le recuerda: «Cuando usted les andaba a los toros, maestro…». Se lo recuerda sin ánimo de ofender, ni nada; todo lo contrario. Pero el maestro se solivianta, menudo temperamento: «¿Cómo que les andaba a los toros, oiga? ¡Yo me quedaba quieto, para que te enteres!». El maestro no se pone de acuerdo con el tú y el usted, ni con el términoandarles a los toros, y él mismo nos da la razón andándole al negro toro fiero, llevándole sometido, porque ése -proclama- es el fundamento del toreo.

 

En los años treinta y cuarenta se decía Ortega y había que aclarar cuál: ¿el maestro o el filósofo? El maestro Domingo y el filósofo José fueron muy amigos; había entre ellos una admiración mutua. José Ortega y Gasset entendió la tauromaquia y Domingo le oyó lamentarse de no tener tiempo para estudiarla a fondo. Distinto es que los taurinos entendieran a José Ortega y Gasset. Cuando Rafael El Gallo preguntó, el día que se lo presentaron, «¿a qué se dedica ese chico tan agradable?», y le respondieron que era filósofo, sentenció aquella maravilla de «tIe qu’haber gente pa to».

 

«Ortega y Gasset era excepcional por muchos motivos», comenta el maestro; «su cultura y su sencillez me maravillaban. Ahora bien, ja, ja, no se le podía llevar la contraria. Yo no se la llevaba, claro, pero porque él siempre tenía razón. El año 1946 fuimos juntos a los carnavales de Hamburgo. Se vistió de romano, y a mí me hizo vestir el traje corto. Fue una fiesta enorme. Ortega y Gasset tenía gran prestancia y poseía una personalidad arrolladora. Las chicas jóvenes le adoraban. ¿Usted no le conoció? Pues se lo perdió. Cañabate también vino y se enamoró de una alemanita preciosa que le presentó Ortega. No vea cómo se enamoró; hasta el punto de que que la fiebre le duró meses. Pero ésas son cosas de la humanidad».

 

Usted también era un conquistador, no se lo calle (el maestro pone carilla de circunstancias cuando se lo decimos) pues hay referencias de ciertos lances. «No sé…». Se habla, por ejemplo, de que le alivió los cuidiaos a una famosa vedette, junto a un árbol del Grao de Valencia. «Esas cosas, mejor no recordarlas».

 

Pero algo recuerda: «Precisamente me dijo Domingo Dominguín, que era mi apoderado: ‘Mañana toreas y espero que no estarás como estuviste anoche con la chavala’. Le contesté: ‘Tiene razón, y durante la temporada no me volveré a acostar con ninguna mujer’. Y lo cumplí. ¿Sabe usted lo que pasa? Que la cosa sexual hace que te importe tres pepinos todo. La cosa sexual influye más en la cosa cerebral que en la cosa física. El torero debe sobre todo concentrarse, o de lo contrario está más perdido que Carracuca. El toreo hay que vivirlo muy seriamente».

 

«Son mis formas»

 

Los intelectuales advirtieron de inmediato la personalidad torera y humana de Domingo Ortega y buscaron su amistad. El paleto de Borox,una inteligencia vivísima, aprendía de los intelectuales y los intelectuales intentaban entender su maestría. «José Ortega me pedía que le explicara mi toreo, y yo le respondía: ‘Son mis formas». Con el doctor Jiménez Díaz y con Ignacio Zuloaga tuvo gran amistad. «Esa amistad fue total. Zuloaga venía a todos los tentaderos de mi ganadería. Cuando se sintió enfermo de muerte, me llamó y me dijo: ‘Quiero dedicarle unos dibujos que tengo preparados sobre Cervantes’. Los firmó un día por la tarde, y a la mañana siguiente moría. Su hija me los hizo llegar, y aquí los conservo».

 

Pinturas y esculturas enriquecen el gran vestíbulo de la casa de Domingo Ortega. Hay obras de Benlliure, los dibujos cervantinos, pinturas de Zuloaga y Solana. «Falta el Solana grande», indica el maestro, señalando un amplio paño de pared, «pues se lo han llevado al sitio ese de aquel príncipe con gafas que se casó con la chiquita española, para que lo vean las gentes de allá, y espero que me lo devuelvan pronto». Bruselas Europalia admiten estos circunloquios, que da gloria oírlos. La casa de Domingo Ortega se encuentra en el barrio más señorial de Madrid. Su famoso retrato en jarras vestido de luces comparte con el Solana, a ver si lo devuelven, la presidencia del vestíbulo; y en una consola se alinean las gorras, sombreros y guantes que cada mañana elige el maestro para ir a su finca. En el saloncito donde celebramos la entrevista abundan fotos de familia y del torero, trofeos, diplomas, pinturas y un pequeño busto de arcilla realizado por Sebastián Miranda.

 

Domingo Ortega ha perdido mucha memoria, así lo confiesa, pero la pérdida es selectiva y conserva nítido el recuerdo de lo que importa. Entre lo que importa está Cañabate, por quien sintió mucho afecto y admiración: «Fue una persona excelente. Decía que la crítica taurina da un trabajo enorme y le creo. Fui testigo de las angustias que pasaba para escribir aquellas crónicas tan bonitas. Luis Calvo le metió en eso y le hizo la puñeta. Jamás admitió ni un regalo El Caña. Prefería pasar hambre antes que pedir nada. Era de una honorabilidad total».

 

Había en los años treinta un plantel de matadores extraordinarios y posiblemente fue la época de mayor plenitud en la historia del toreo. Ortega parece estar en ello. ¿Y la actual? «El toro marca diferencias con el toreo de mi tiempo. El de ahora sale noblote, pues tiene menos movimiento intelectual. Antes había mayor número de toros complicados y es con ellos con los que se funde el arte de torear».

 

La biblia orteguiana

 

En 1940 Domingo Ortega dictó en el Ateneo de Madrid una conferencia sobre el arte de torear, que causó sensación, y es la biblia taurina. Fue a instancias de Pedro Rocamora y de Cañabate y hay quien supone que éste dio forma fiteraria a las ideas del maestro. Sin embargo, el propio Cañabate nos manifestó, poco antes de su muerte, que la escribió personalmente Ortega, de su puño y letra, a lápiz, en papel timbrado de un hotel.

«El toro coge por error del torero» es uno de los teoremas de la biblia orteguiana. «El toro no ha de coger nunca», confirma el maestro. «En la lidia sólo hay dos verdades: o mandas tú o manda el toro». Esto quizá explique la convicción popular de que Ortega a un toro malo lo hacía bueno. «Sí, decían eso. Y significa que el buen torero corrige los defectos del toro. Si puntea el engaño, en cuanto le hagas creer que puede cogerlo -pero sin pemitir que lo alcance-, irá más largo, para atraparlo, y acabará por no tirar derrotes. Para el punteo, la regla fundamental es dar y alargar, ¿comprende?».

 

Continuará…