Es hoy, la primera vez que intervengo en esta Casa, tras mi discurso de presentación como académico correspondiente, allá por el mes de marzo de 2013 y lo hago abordando, de nuevo, un tema relacionado con la tauromaquia. En  aquella ocasión mi intervención versó sobre «La Tauromaquía en las Cortes de Cádiz», hoy voy a hablarles  de la «Real Escuela de Tauromaquía de Sevilla» que tuvo una vida, ciertamente, breve, inició su actividad en 1830 y desapareció en 1834, tras la muerte de Fernando VII.

Es un tema interesante, bajo mi punto de vista y muy controvertido en su época; sin duda, con más detractores que simpatizantes por los motivos que más adelante expondré y con frutos, para mí, más que aceptables si tenemos en cuenta la corta vida de la escuela, sus carencias presupuestarias y la animadversión que su creación despertó en el sector liberal y afrancesado de la época.

 Siento una gran afición por la fiesta nacional, me gusta su ambiente, admiro a sus protagonistas; de ahí que  parafraseando a Manuel Machado, les diga sin ruborizarme:

Más que letrado,

mi deseo primero,

hubiera sido ser

un buen banderillero.

Este amor a nuestra fiesta y a su historia me ha llevado a escoger esta materia como eje de esta intervención que espero les agrade, a la vez que les ilustre sobre una época y un pasado, en mi opinión, atractivo de nuestra historia. Y ya, sin más preámbulos, entro en materia.

«En la segunda mitad del siglo XVIII y a principios del XIX hubo en nuestro país y, especialmente, en Sevilla, un noble afán por crear escuelas, centros y organismos para fomento, no solo de la cultura y la ciencia, sino también impulsar la actividad de la organización gremial. Muchos gremios, adecuadamente, sindicados conceden una importancia extraordinaria al aprendizaje. El aprendiz entraba en el taller del maestro para aprender, y este estaba obligado, a enseñarle todas las reglas y secretos de su arte, y hasta que no ascendía a oficial no formaba parte del gremio, después de haber sido aprobado por los Alcaldes y mostrado prácticamente y a la vista de maestros que sabía bien el oficio.

Este afán docente se extendió, como no podía ser menos, al arte de torear y matar toros; cosa nada extraña, por otra parte, si se tiene en cuenta que un sector numeroso de aficionados y una parte de la ciudadanía de la época, achacaba el trágico fin de toreros tan renombrados como Antonio Romero, Pepe-Hillo o Curro Guillén a la carencia, entre los lidiadores, de formación y educación técnica, siendo el medio más eficaz para atenuar esa situación, además de dictar normas, establecer reglas y organizar aprendizajes que dotaran de adecuados medios de defensa a los lidiadores en su lucha con los toros. 

Sin embargo, he de decirles que el hecho de la fundación de la Real Escuela de Tauromaquía de Sevilla mereció la censura de casi todos los que del asunto se han ocupado, pues como acto de gobierno fue absurdo y disparatado y en relación con el mejoramiento del arte taurino la experiencia demostró que ese centro resultaba innecesario. Se quiera o no, el toreo es un arte y, como tal, no puede estar sujeto a reglas fijas. Es de producción nativa y espontánea. Los secretos que encierra la lidia no pueden adquirirse en una escuela y  los maestros no pueden pasar de una enseñanza esencialmente teórica.

Sabido es que el Deseado nunca sintió especial apego a las corridas de toros, pero un sector cualificado de la critica de la época sostenía que el monarca, si otorgaba su protección a la fiesta era buscando la popularidad en los barrios bajos, tan idolatras de su persona y tan ciegamente entusiastas de los espectáculos taurinos y que aconsejado por la camarilla cortesana que pululaba en su derredor decidió que era necesario fundar un establecimiento docente con carácter oficial, en el que, bajo la dirección de reputados maestros, recibieran instrucción teórica y practica los que habían de dedicarse a la lidia de reses bravas; este gesto, además de granjearle las simpatías del pueblo llano le congraciaba con aquellos que veían en la falta de instrucción y formación técnica las tragedias que, en los últimos años, había asolado el planeta taurino.

Otra corriente de opinión ha sostenido en artículos y revistas que la intención de Fernando VII al concebir tan extraño proyecto, fue escarnecer la vida intelectual, haciendo coincidir la clausura de universidades con la inauguración de la enseñanza taurina. No debe olvidarse que pocos años antes se había reducido el numero de universidades, alegándose, para ello, falta de fondos para la subsistencia de los maestros, destituyéndose a casi todos los catedráticos del colegio de cirugía medica y medicina practica que se integraban en el colegio de San Carlos, llegando a encarcelar a los más belicosos y contestarios en esta y otras disciplinas académicas.

Para Natalio Rivas, el verdadero asesor del monarca y promotor de tal extravagancia fue el Conde de la Estrella y basa tal aseveración en una ingente cantidad de papeles que aparecieron en una finca de su propiedad en la provincia de Córdoba que permanecían guardados desde aquella época y todos concernientes a la inauguración y trayectoria de la escuela. De su lectura – continúa diciendo el conocido político y escritor granadino- he deducido que la iniciativa fue exclusivamente suya.

Y que lo que dice don Natalio es cierto, lo asevera el encargo que su majestad hace al conde de la Estrella para que elabore un informe sobre la idoneidad de la creación de  la escuela. El conde de la Estrella evacuó la consulta requerida con singular competencia y harta diligencia, apoyando la creación de la escuela, razona las condiciones que debían de reunir los alumnos, marca y define el plan a seguir en la enseñanza y el método al que habían de ajustarse los profesores, propone la manera de arbitrar recursos económicos para que no resulte gravado el Tesoro y aconseja la ciudad de Sevilla como la más adecuada como sede de la escuela. Por ultimo refiere con gran encomio las ventajas que el arte taurómaco había de reportar con institución que el estimaba tan plausible.

Tan pronto como el referido informe obró en poder de Fernando VII, se dirigió oficio al Intendente Asistente de Sevilla, para que se manifestase sobre el particular. Así el expediente instruido en base al informe del conde de la Estrella fue remitido con prontitud a don José Manuel Arjona, a la sazón Intendente Asistente de Sevilla, quien con ejemplar diligencia, antes de transcurrir un mes, había cumplido su misión, devolviendo un estudio completo de lo que el estimaba debía ser el Gimnasio de la Tauromaquia, que fue el nombre con el que se sirvió bautizar a la novísima escuela.

Antes de continuar esta exposición, quiero que sepan que el susodicho don José Manuel Arjona, era natural de Osuna, por apellido materno tenía el de Cubas y, naturalmente,  era hermano del canónigo y excelso poeta don Manuel Maria Arjona y Cubas,  promotor y primer director de esta Academia.

Era el Intendente Arjona muy adicto a la persona del rey y un apasionado de los toros, lo que hoy día se catalogaría como gran aficionado, por lo que su informe, si bien presuntuoso y doctoral, sin escatimar detalle, apoyaba de forma minuciosa y razonada la iniciativa de la escuela de tauromaquia. En general, puede decirse que sus puntos de vista eran coincidentes con los de Estrella. Ambos se convierten en los más firmes y recalcitrantes defensores de la escuela.  A renglón seguido, en un espacio de días, su majestad nombra a Arjona Juez protector y privativo del establecimiento.

Una resolución del Ministerio de Hacienda de 28 de mayo de 1930, viene a decidir la apertura de la escuela en Sevilla; el nombramiento de un maestro con el sueldo de doce mil reales, de un ayudante con el de ocho mil y de diez discípulos propietarios con dos mil reales anuales cada uno; la adquisición de una casa en la que habitarán el maestro, el ayudante y alguno de los discípulos si fuere huérfano; igualmente, la referida disposición determina que para el alquiler de la casa se abonen seis mil reales anuales y otros veinte mil reales anuales para gratificaciones y gastos imprevistos de todas clases. Para el sostenimiento de la escuela, las capitales de provincia y las ciudades donde haya Maestranza contribuirían con doscientos reales por cada corrida de toros, las demás ciudades y villas habrán de contribuir con ciento sesenta y cuatro reales por cada corrida de toros o novillos.

Arjona procedió con celeridad a verificar lo que se le ordenaba y, enseguida, propuso para servir la plaza como primer maestro al popular diestro Jerónimo José Cándido y como auxiliar de este a Antonio Ruiz «El Sombrerero», matador de toros entregado a la causa de Fernando VII. Pero antes  de ser oficial el nombramiento de Jerónimo José Cándido, llegó hasta Pedro Romero la noticia de que era, poco menos, que cosa resuelta, la designación de Jerónimo para dirigir la escuela sevillana. No se sabe porque conducto recibió Pedro Romero esa información, pero debió  ser casi alada; porque a pesar del aislamiento en que entonces vivían las ciudades y pueblos por la carencia de medios rápidos de comunicación, él desde su retiro de Ronda, supo lo que se fraguaba en Madrid, conociendo de esa forma la injusta preterición de que iba a ser victima. Romero no se amedrentó ante lo que consideraba un atropello y, sin perder momento, visitó a un hijo del conde de la Estrella que desempeñaba el cargo de corregidor en Ronda, exponiéndole la profunda amargura que le embargaba porque le hubiesen olvidado al proveer un cargo que él estimaba ser el más idóneo para ocuparlo. Agregó en esa conversación, en su favor, que era el espada más antiguo; que había conquistado más prestigio y respeto que los demás, despachando alrededor de cinco mil seiscientos toros y que jamás había sido  objeto, en su larga vida torera, de ninguna repulsa por parte del público. Además añadió que se encontraba con salud y agilidad suficientes para cumplir todas las obligaciones anejas al empleo que solicitaba. El corregidor acogió afectuosamente la petición y  le aconsejo que hiciera una respetuosa solicitud al rey, y él la remitiría a su padre para que cuidase de tramitarla y de conseguir, merced a su valiosa influencia, que fuese atendida.

Pedro Romero, atendiendo a las indicaciones del corregidor rondeño, dirigió una solicitud al rey, interesándose por el empleo, poniendo de manifiesto sus menguados ingresos y ofreciéndose, pese a su avanzada edad, a brindar un toro a la salud de la reina en los festejos que se avecinaban en la capital de España y ello pese a llevar retirado treinta y un años y contar con setenta y seis de edad.

La gestión que ante el rey hizo el conde de la Estrella fue eficacísima y ello, junto a la propia solicitud  del torero fue suficiente. El rey recibió cumplida información de la precaria economía del maestro rondeño y de su disposición y entusiasmo para desempeñar el cargo de primer maestro de la escuela de Sevilla; supo, de primera mano, por conducto de su protector que Romero a pesar de su mucha edad continuaba prestando servicios como voluntario realista y primer granadero de la compañía, realizando servicios de centinela y que, de cuando en cuando, salía de caza por aquellas serranías por tres o más días, sin que le retraigan los fríos o los temporales que, a veces, asolan aquellos parajes. El rey, tras escuchar con simpatía estos argumentos, se mostró propicio a complacerle, comunicándose, seguidamente, al intendente Arjona el nombramiento de Pedro Romero como primer maestro de la escuela.

Refiere Carlos Orellana, en su esplendida obra «Los Toros en España» que no bien empezó a funcionar la escuela o  gimnasio taurino, al decir del intendente Arjona, surgieron las dificultades, especialmente por la recaudación de los arbitrios para su sostenimiento, pues algunas villas y ciudades se mostraban reacias a contribuir para sufragar los gastos de la escuela. Sin ir más lejos, el propio Ayuntamiento sevillano, a pesar de la autoridad de Arjona, la flamante institución halló grandes contradictores, como refiere el cronista sevillano Velásquez y Sánchez en su interesante libro “Anales del Toreo”.

El local donde se instaló la escuela era espacioso y formaba parte del famoso matadero sevillano, donde los cervantinos Cipión y Berganza tuvieron su inmortal coloquio. Estaba cerca de la Puerta de la Carne y en una casa, dentro del recinto del matadero, se instaló la casa habitación del director de la escuela y las dependencias precisas para las clases teóricas y la vida administrativa de la institución. En un extenso corral que servia de descansadero de las reses destinadas al sacrificio se levantó una placita para que sirviese a  los ejercicios prácticos de la torería, en uno de cuyos ángulos se levantó una tribuna para los espectadores y un palco para las autoridades, amén de una enfermería y corraletas; la plaza en el transcurso del tiempo, y a poco de inaugurarse, sufrió alteraciones que la mejoraron, no siendo la menor de ellas el aumento del redondel.

A poco de inaugurarse la escuela fue honrada con la visita de los infantes don Francisco de Paula y doña Luisa Carlota, que habían mostrado deseos de conocer la flamante institución taurina. En esta visita acompañaron a Sus Altezas el asistente Arjona y un brillante séquito, siendo recibidos por los famosos diestros Pedro Romero y Jerónimo José Cándido en su calidad de mandamases del establecimiento; se corrieron nueve reses bravas y los alumnos de la escuela demostraron ante los ilustres visitantes su buena preparación y progresos.

La escuela pasado el entusiasmo de sus fundadores y en especial del asistente Arjona, inició una lenta, aunque inexorable, decadencia. Empezaron a faltar toros, pese a que el intendente Arjona los adquiría en elevado numero, existe constancia cierta de que a comienzos de 1831, ajustó más de ochocientas reses. Unos meses después se corrió por Sevilla el rumor de que Arjona iba a ser relevado en sus funciones. Esto causó gran alarma en el seno de la escuela, pues de  haberse confirmado tal rumor, el descalabro hubiese sido importante;  aunque la noticia no pasó de habladurías infundadas, el propio Romero hizo llegar al conde de la Estrella la preocupación que embargaba al personal de la escuela, ante el temor de que esos comentarios fuesen ciertos. También desequilibraba la normal actividad de la escuela las intrigas del propio  intendente Arjona que imponía como alumnos a sus recomendados, aunque no tuviesen meritos para ello, lo que era ocasión para continuas indisciplinas y enfrentamientos.

La muerte de Fernando VII dio el golpe de gracia a la escuela de tauromaquia, pues a los seis meses se publicó una Real Orden suprimiendo el Real Colegio de Tauromaquia de Sevilla y disponiendo sobre el escaso patrimonio de la institución.

En relación con la supresión de la escuela no me resisto, antes de finalizar esta intervención, a transcribir la siguiente anécdota, recogida en el libro «Toreros del Romanticismo» de mi admirado y antes, por mí, citado don Natalio Rivas: El sacerdote, también natural de Osuna, don Antonio García Blanco, sabio orientalista y catedrático de lengua hebrea en la Universidad Central, era adversario decidido de las corridas de toros y además enemigo irreconciliable del intendente Arjona, a pesar de confesar amistad entrañable con su hermano don Manuel Arjona, canónigo penitenciario de Córdoba, gran humanista y poeta de los mejores. La odiosidad que le inspiraba el intendente nacía de diferencias políticas -García Blanco rendía culto a la libertad- que en aquellos tiempos dividían y emponzoñaban más que las personales.

Cuando fue suprimida la escuela una lapida situada en una de sus puertas alusiva a su creación escrita en castellano fue depositada en el Museo Arqueológico Provincial, mientras que otra colocada en otra puerta, cuyo paradero se desconoce, escrita en latín, reflejaba la siguiente inscripción:

                        FERNANDO VII; PIO-FELICE-RESTAURATORI…..

Y al contemplarla don Antonio García Blanco, junto a varios amigos, volviéndose hacia ellos, exclamó:

.

Ahora si termino discrepando, por una vez de Natalio Rivas y de Carlos Orellana, que sostienen que no fueron muchos los discípulos de la escuela que llegaron a ser maestros insignes; ustedes me dirán, en cuatro años surgieron de la escuela, entre otros, matadores de la talla de Francisco Montes «Paquiro», Francisco Arjona «Cuchares», Juan Yust, José Redondo «Chiclanero» o Manuel Domínguez «Desperdicios».  Son nombres grabados con letras de oro en la historia de la tauromaquia. Me pregunto, con lo difícil que es que un torero cuaje en figura, ¿como es posible decir que no fue fructífera la cantera de la escuela sevillana?

Punto y final a esta disertación haciendo una encendida loa  a nuestra fiesta a través de la historia. Esta fiesta que tuvo su génesis en los juegos de toros de las cortes medievales y del renacimiento. El Cid Campeador y el conde de Villamedina alanceaban toros a caballo, al igual que caballeros árabes de la Andalucía mora o el mismo rey Carlos V y que llegó al mismísimo continente americano por la conquista española. Un curioso grabado de la época muestra al hermano de Hernán Cortés alanceando un toro en Méjico en el siglo XVI.

Este alanceamiento de toros que decae porque, simultáneamente, surge el toreo a pie; los antiguos chulos, ayudantes de caballeros montados, que toman a pie el protagonismo de las corridas que llegarían a convertirse en el gran espectáculo de masas en los inicios del siglo XIX.

Las corridas de toros, esas corridas de toros que para Giovanni Papini, el gran escritor florentino, constituyen el símbolo pintoresco y emocionante de la superioridad del espíritu sobre la materia, de la inteligencia frente al instinto, del héroe que sonríe frente al monstruo de espuma en el  belfo o, si así lo preferimos, del sabio Ulises frente al cíclope ignorante. De ahí que el torero actué como ministro en una ceremonia de inequívoco sabor religioso. Su espada es la última descendiente del puñal litúrgico esgrimido por los sacerdotes.

Doy por finalizada mi intervención. Nada más, buenas noches y muchas gracias por su atención.