guernica 2.jpgEl tan considerado cuadro de Pablo Ruiz Picasso titulado “Guernica”, famoso siempre, vuelve estos días a estar de actualidad por ser objeto de dos tendencias de pareceres distintos. Por un lado, la dirección del museo del Prado lo quiere sumar a sus fondos para instalarlo en el edificio del antiguo Museo del Ejército, que trasladado este último a su nuevo marco en el Alcázar de Toledo, ha hecho que la mencionada  sede anterior pase a depender de la gran pinacoteca nacional. La dirección del Centro de Arte Reina Sofía, donde está el Guernica instalado, se niega a traspasarlo de ubicación alegando que el cuadro se halla en un estado delicado que no aconseja se mueva de su emplazamiento.

El diestro Ignacio Sánchez Mejías, hombre de cultura, había estudiado bachillerato y dos años de Medicina, era hijo de médico, además de amigo de los poetas y escritores de la generación de 1927, e incluso el mismo había escrito y estrenado obras de teatro. Asimismo, contaba con la amistad de escultores como Mariano Benlliure y pintores como Picasso, Martínez de León, Roberto Domingo y otros. Fue mecenas del premio literario Ateneo de Sevilla y cuando el fatal suceso que segó su vida, todos sus amigos se volcaron en dedicarle letras de recuerdo encendido y admiración.

Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un andaluz tan claro, tan rico de aventura. Y si los poetas y escritores gastaron tinta en su recuerdo despierto, un pintor, Pablo Ruiz Picasso, malagueño y andaluz de corazón quiso también tributarle su particular homenaje y realizó un boceto para dedicarle un cuadro. Aunque todo quedó en proyecto por las circunstancias que se vivían en España en 1935 y 1936, años anteriores a la guerra civil española. En 1939 se convoca una exposición pictórica sobre los horrores de la guerra y en esta presentó Picasso un cuadro basado en el boceto que ideó para dedicar a su amigo Sánchez Mejías. Y como había sucedido el bombardeo que destruyó la ciudad vasca de Guernica, así lo tituló. Un cuadro en el que aparece un toro y algún motivo taurino más. Del boceto para recordar al amigo torero muerto salió una pintura genial de reconocimiento universal.

 

 

Cabe recordar la poesía que Federico García Lorca dedicó al torero sevillano, titulada “A las cinco de la tarde”:

 

La cogida y la muerte

 

A las cinco de la tarde.

Eran las cinco en punto de la tarde.

 

Un niño trajo la blanca sábana

a las cinco de la tarde.

 

Una espuerta de cal ya prevenida

a las cinco de la tarde.

 

Lo demás era muerte y sólo muerte

a las cinco de la tarde.

 

El viento se llevó los algodones

a las cinco de la tarde.

 

Y el óxido sembró cristal y níquel

a las cinco de la tarde.

 

Ya luchan la paloma y el leopardo

a las cinco de la tarde.

 

Y un muslo con un asta desolada

a las cinco de la tarde.

 

Comenzaron los sones del bordón

a las cinco de la tarde.

 

Las campanas de arsénico y el humo

a las cinco de la tarde.

 

En las esquinas grupos de silencio

a las cinco de la tarde.

 

¡Y el toro, solo corazón arriba!

a las cinco de la tarde.

 

Cuando el sudor de nieve fue llegando

a las cinco de la tarde,

 

cuando la plaza se cubrió de yodo

a las cinco de la tarde,

 

la muerte puso huevos en la herida

a las cinco de la tarde.

 

A las cinco de la tarde.

 

A las cinco en punto de la tarde.

 

Un ataúd con ruedas es la cama

a las cinco de la tarde.

 

Huesos y flautas suenan en su oído

a las cinco de la tarde.

 

El toro ya mugía por su frente

a las cinco de la tarde.

 

El cuarto se irisaba de agonía

a las cinco de la tarde.

 

A lo lejos ya viene la gangrena

a las cinco de la tarde.

 

Trompa de lirio por las verdes ingles

a las cinco de la tarde.

 

Las heridas quemaban como soles

a las cinco de la tarde,

 

y el gentío rompía las ventanas

a las cinco de la tarde.

 

A las cinco de la tarde.

 

¡Ay qué terribles cinco de la tarde!

¡Eran las cinco en todos los relojes!

¡Eran las cinco en sombra de la tarde!

 

 

 

La sangre derramada.

 

¡Que no quiero verla!

 

Dile a la luna que venga,

que no quiero ver la sangre

de Ignacio sobre la arena.

 

¡Que no quiero verla!

 

La luna de par en par,

caballo de nubes quietas,

y la plaza gris del sueño

con sauces en las barreras

 

¡Que no quiero verla¡

 

Que mi recuerdo se quema.

¡Avisad a los jazmines

con su blancura pequeña!

 

¡Que no quiero verla!

 

La vaca del viejo mundo

pasaba su triste lengua

sobre un hocico de sangres

derramadas en la arena,

y los toros de Guisando,

casi muerte y casi piedra,

mugieron como dos siglos

hartos de pisar la tierra.

 

No.

 

¡Que no quiero verla!

 

Por las gradas sube Ignacio

con toda su muerte a cuestas.

Buscaba el amanecer,

y el amanecer no era.

Busca su perfil seguro,

y el sueño lo desorienta.

Buscaba su hermoso cuerpo

y encontró su sangre abierta.

¡No me digáis que la vea!

No quiero sentir el chorro

cada vez con menos fuerza;

ese chorro que ilumina

los tendidos y se vuelca

sobre la pana y el cuero

de muchedumbre sedienta.

¡Quién me grita que me asome!

¡No me digáis que la vea!

No se cerraron sus ojos

cuando vio los cuernos cerca,

pero las madres terribles

levantaron la cabeza.

Y a través de las ganaderías,

hubo un aire de voces secretas

que gritaban a toros celestes,

mayorales de pálida niebla.

No hubo príncipe en Sevilla

que comparársele pueda,

ni espada como su espada,

ni corazón tan de veras.

Como un rio de leones

su maravillosa fuerza,

y como un torso de mármol

su dibujada prudencia.

Aire de Roma andaluza

le doraba la cabeza

donde su risa era un nardo

de sal y de inteligencia.

¡Qué gran torero en la plaza!

¡Qué gran serrano en la sierra!

¡Qué blando con las espigas!

¡Qué duro con las espuelas!

¡Qué tierno con el rocío!

¡Qué deslumbrante en la feria!

¡Qué tremendo con las últimas

banderillas de tiniebla!

Pero ya duerme sin fin.

Ya los musgos y la hierba

abren con dedos seguros

la flor de su calavera.

Y su sangre ya viene cantando:

cantando por marismas y praderas,

resbalando por cuernos ateridos

vacilando sin alma por la niebla,

tropezando con miles de pezuñas

como una larga, oscura, triste lengua,

para formar un charco de agonía

junto al Guadalquivir de las estrellas.

¡Oh blanco muro de España!

¡Oh negro toro de pena!

¡Oh sangre dura de Ignacio!

¡Oh ruiseñor de sus venas!

No.

 

!Que no quiero verla!

 

Que no hay cáliz que la contenga,

que no hay golondrinas que se la beban,

no hay escarcha de luz que la enfríe,

no hay canto ni diluvio de azucenas,

no hay cristal que la cubra de plata.

No.

 

!Yo no quiero verla!

 

 

 

 

Cuerpo presente.

 

La piedra es una frente donde los sueños gimen

sin tener agua curva ni cipreses helados.

La piedra es una espalda para llevar al tiempo

con árboles de lágrimas y cintas y planetas.

 

Yo he visto lluvias grises correr hacia las olas

levantando sus tiernos brazos acribillados,

para no ser cazadas por la piedra tendida

que desata sus miembros sin empapar la sangre.

 

Porque la piedra coge simientes y nublados,

esqueletos de alondras y lobos de penumbra;

pero no da sonidos, ni cristales, ni fuego,

sino plazas y plazas y otras plazas sin muros.

 

Ya está sobre la piedra Ignacio el bien nacido.

Ya se acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura:

la muerte le ha cubierto de pálidos azufres

y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro.

 

Ya se acabó. La lluvia penetra por su boca.

El aire como loco deja su pecho hundido,

y el Amor, empapado con lágrimas de nieve

se calienta en la cumbre de las ganaderías.

 

¿Qué dicen? Un silencio con hedores reposa.

Estamos con un cuerpo presente que se esfuma,

con una forma clara que tuvo ruiseñores

y la vemos llenarse de agujeros sin fondo.

 

¿Quién arruga el sudario? ¡No es verdad lo que dice!

Aquí no canta nadie, ni llora en el rincón,

ni pica las espuelas, ni espanta la serpiente:

aquí no quiero más que los ojos redondos

para ver ese cuerpo sin posible descanso.

 

Yo quiero ver aquí los hombres de voz dura.

Los que doman caballos y dominan los ríos;

los hombres que les suena el esqueleto y cantan

con una boca llena de sol y pedernales.

 

Aquí quiero yo verlos. Delante de la piedra.

Delante de este cuerpo con las riendas quebradas.

Yo quiero que me enseñen dónde está la salida

para este capitán atado por la muerte.

 

Yo quiero que me enseñen un llanto como un río

que tenga dulces nieblas y profundas orillas,

para llevar el cuerpo de Ignacio y que se pierda

sin escuchar el doble resuello de los toros.

 

Que se pierda en la plaza redonda de la luna

que finge cuando niña doliente res inmóvil;

que se pierda en la noche sin canto de los peces

y en la maleza blanca del humo congelado.

 

No quiero que le tapen la cara con pañuelos

para que se acostumbre con la muerte que lleva.

Vete, Ignacio: No sientas el caliente bramido.

Duerme, vuela, reposa: ¡También se muere el mar!

 

 

 

Alma ausente

No te conoce el toro ni la higuera,
ni caballos ni hormigas de tu casa.
No te conoce el niño ni la tarde
porque te has muerto para siempre.

No te conoce el lomo de la piedra,
ni el raso negro donde te destrozas.
No te conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto para siempre.

El otoño vendrá con caracolas,
uva de niebla y monjes agrupados,
pero nadie querrá mirar tus ojos
porque te has muerto para siempre.

Porque te has muerto para siempre,
como todos los muertos de la Tierra,
como todos los muertos que se olvidan
en un montón de perros apagados.

No te conoce nadie. No. Pero yo te canto.
Yo canto para luego tu perfil y tu gracia.
La madurez insigne de tu conocimiento.
Tu apetencia de muerte y el gusto de tu boca.
La tristeza que tuvo tu valiente alegría.
Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos.