Se los juro, con la baza de engañifas estaba yo a cinco minutos de aventar la tauromaquia y vender mi alma a los animalistas, a punto de convertirme en seguidor de Eugenio Derbez y su filosofía que apremia la defensa de los toros y denigra a las personas discapacitadas sólo para conseguir la carcajada barata. Ya olvidaba la irritación que me provoca verlo burlarse de Miguel Luis y de Sami, tanto que estuve a punto de atascarme en uno de sus deplorables videos. Estaba yo tan hasta los cojones, que pensé volverme vegetariano y dejar de pasarme los jueves gruñendo al escribir esta columna contra el multiputidesastre taurino, cuando sin esperarlo, como pasa siempre con las cosas encantadoras, la vida que se me planta enfrente, se desató el pelo y que me besa en la boca.

Fue en la ganadería de Tenopala, campo bravo tlaxcalteca de gavilanes y magueyes. En el mismo rancho donde pastan los saltillos de la ganadería de Felipe González. El sol tibio del otoño le daba un tinte dorado a los sabinos y al prado verde. La tarde era joven. Desde el palco de la plaza de tientas se veía, en primer plano el ruedo, y más allá, los cercados con los toros echados en la hierba rumiando el horizonte dominado por el volcán y la volcana. Los ganaderos González Chapa invitaron con motivo de que han retomado uno de sus dos hierros y en la actualidad, lo reactivan para criar encaste español con vacas y sementales parladé, en la línea Domecq vía la ganadería mexicana de La Joya.

En la arena, Joselito Adame dictaba un seminario conciliar en cuatro cátedras. Los temas encuadrados sobre la declaratoria de la verdad, -las vacas eran grandes y cornalonas, además estaban en  puntas- versaron sobre la belleza y la trascendencia del arte del toreo canónico. Mientras José arte, José poder y José señorío liberaba la imaginación con su capote y largaba tela a derechazos y naturales, nosotros celebrábamos la bravura, la fijeza, la claridad y la fuerza. La tarde era un deleite y la tienta, una fiesta.

Luego, llegó el domingo y salió el encierro de Barralva. La empresa de la Plaza México dio la primera corrida de toros de la temporada -para calentar el ambiente, domingos previos ya había dado algunas charlotadas- la media docena de los señores Álvarez Bilbao traía edad, peso y trapío. Por increíble que parezca, alguien le echó creatividad a la confección del cartel y anunciaron a Joselito Adame, Arturo Saldivar y a Diego Silveti, o sea, los triunfadores de Madrid con toros del encaste de Atanasio.

Se abrió la puerta de toriles y con “Curioso”, primero de la tarde, Joselito Adame mostró su título de figura internacional. Con su muleta mandona enseñó a embestir al toro y cambió el devenir de la tarde. Con mucha raza, remató la obra de un estoconazo librezco, no sin antes dejar en claro que ante el toro con edad el riesgo de morir es episodio habitual y consecuencia natural ante la osadía de atreverse, pues recibió un tornillazo de paga y vámonos, que por poco lo parte en dos.

En sus turnos, Saldivar salió a por todas y demostró la épica y la evocación de su trazo. En cambio, Diego Silveti no pudo hacer nada contra la maldición gitana, pues le correspondió un “Farolero” colorado y de inmensa bravura, repetidor y poderoso que lo dejó con la mirada atónita, el alma en cueros y escatimando pases.

Dos tardes de verdad y con la mano en mi corazón renuevo votos: Creo fervientemente que el toreo es un ejercicio luminoso, colosal, doliente y conmovedor que enriquece nuestro sentimiento y abrillanta la memoria. Sostengo que el matador es uno de los últimos héroes mitológicos que nos quedan, y la corrida el último rito pasional de occidente. Declaro que hay tardes diversas tan particulares, que no importa si el resultado fue la gloria o el fracaso, la tristeza o el triunfo apoteósico. En ellas, por un misterio electrizante, el ruedo se decreta centro del universo, entonces, a su alrededor giran los planetas y se acumulan las galaxias.

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón
Profesor Cultura y Arte Taurino
UPAEP