De balde la sangre derramada en el ruedo, las puntadas de los médicos remendando heridas. La foto del matador vestido de verde manzana y oro, levantando los brazos al cielo con las orejas del toro en las manos, que en su momento fue testimonio de una fecha feliz, de un triunfo célebre, hoy, es sólo la imagen de un ser lejano de improviso. Arrancado de cuajo por la mala suerte, la desgracia y la mano del destino implacable que mueve las fichas en el tablero de un juego regido por leyes de causas y efectos. Un juego que mata, hiere, desangra, quema, pudre, porque en su tremenda naturaleza guarda la consigna fría y rigurosa del universo.

Las huellas en la arena presentidas tras su figura, ya no llevan a ninguna parte. Arrumbadas en un baúl o colgando en las paredes del rincón predilecto, junto a los libros favoritos, la música venerada, los amores y las devociones que se quedaron esperando, más fotografías habrá en su casa. La del primer muletazo descubriendo quimeras. Su debut como novillero. Las del peldaño alcanzado cuando la presentación en la Plaza México, atestaciones de su alternativa y la confirmación, orgullos de las comparecencias en Madrid. Esas y otras, las del paraíso cotidiano: sacramentos, cumpleaños, viajes, navidades. Retratos que por mucho tiempo lacerarán el corazón de sus seres queridos y después, transformados en cartones preñados de melancolía, mezclarán lágrimas ya atemperadas con un esbozo de sonrisa a la salud de los buenos tiempos.

De tajo se terminaron sus posibilidades. Merced a un trailero se hizo añicos contra toda su miseria humana. El golpe brutal desaparece al hombre y aniquila a los que lo aman. No conocí personalmente y nunca cruce palabra con José María Luévano. No me asombré morbosamente con las fotografías horrorosas de la camioneta ardiendo. Por salud mental, tampoco leí las crónicas del accidente, ni desplegué el video, pero esa fotografía del torero vestido de verde manzana y oro recogiendo aplausos en la vuelta al ruedo, me ha partido la madre y me ha dejado desolado en una tarde, si se mira bien, de tristeza incomprensible, por Luévano, por los que amo y ya no están conmigo, por los sin sentidos de la existencia, por el precario equilibrio con el que transitamos por la vida.