Son muchas las claves, pero uno puede adivinarlo porque más allá de los conocimientos que se puedan tener o no, la emoción -de un modo espontáneo- corre muy hondo y se pierde en los adentros. A cada nueva escena sube el nivel de exaltación y entonces, lo que era un vacío en las entrañas se convierte en un nudo en el gaznate y luego, las lágrimas incontenidas resbalan mesuradas cuesta abajo. No se puede hacer nada al respecto, si acaso, fumar.

Manuel Escribano se fue a recibir frente a la puerta de chiqueros. En cuanto el toro acometió a la larga cambiada que develó el regalo que nos ofrecía el destino, nos enteramos de la bella lámina del cárdeno claro. Hondo, bajo de agujas, con mucha bola en el cuello, la vuelta de pitón necesaria para hacer patente su sangre Del Saltillo y la cara bonita que tienen los ejemplares de Victorino, un toro guapo. Escribano largó tela a verónicas inmensas  hasta rebasar el tercio, allí, recogió el horizonte en una media que guardó a la cintura. Después, la voluntad de embestir de “Cobradiezmos”, metiendo los riñones y ondeando el rabo, quedó manifiesta en dos arrancadas alegres al caballo. En la muleta, el gris -que así se ha puesto de moda nombrar a los toros de este pelaje- fue conmovedor. En cada embestida fundamentada en su celo conjugó junto a Escribano la firme intención estética, como si supiera que de esas cosas se trata la lidia y quisiera cooperar en la creación de una obra de arte inmensa.

Al mismo tiempo, como el matador lo toreo con lealtad, el animal ofreció a cambio una nobleza sublime. Su bravura no permitió que en ninguna invitación escatimara la embestida. Al final, una vez que le fue perdonada la vida, se marchó muy digno siguiendo de lejos a los cabestros, juntos pero no revueltos, que la casta es la casta.

Pasaporte privilegiado para ingresar al reino de la belleza, el toreo no es propiedad de los toreros, es un don que nos regalaron los dioses. Las faenas excelsas –y esta lo fue- no se hacen ni se producen, ni siquiera se bordan como se dice en el ambiente, sino que se crean en una trilogía y son el resultado de un encuentro entre tres voluntades, la del toro, la del torero y la del público que acompaña en coro y da fe. Dicen que Beethoven escribió: “Lo más bello que hay en el mundo es un rayo de sol atravesando la copa de un árbol”, pero, lo dicho y atribuido al romántico no es cierto. Todavía hay algo más hermoso y es la embestida bravísima y clara de un toro de hechuras armoniosas y bien toreado, que furioso y obsesivo persigue el trapo con los pitones y surca la arena con el morro largamente. Cuando eso sucede, es tan enorme la belleza que dan ganas de llorar.

La experiencia estética fincada en la verdad engrandece nuestra formación humana. Se es mejor persona cuando se ha admirado y sentido una gran faena. Es que en nuestro corazón se han batido en duelo oposiciones binarias: valor-miedo, belleza-atrocidad, verdad-mentira, honor-vileza, vida y muerte.

Uno va a los toros a emocionarse y en ese cúmulo de sentimientos volatizados, quizá, el que prevalece es el de la tristeza. Como aficionado, coleccionista voraz de recuerdos, nunca puedo evitar que junto al placer desbordado que provoca el dar con una pareja como “Cobradiezmos” y Manuel Escribano, tras la sorpresa de reconocer que ese es el momento tantas veces añorado y con el goce vibrante de admirar con inevitable asombro como un muletazo se enhila al otro espléndidos en el temple y la ligazón, en esos momentos me invade una tristeza muy dulce. El toreo es un arte fugaz y anacrónico, por ello, al placer del disfrute estético siempre lo acompaña una singular melancolía. Una añoranza sosegada, la que también nos deja el saber que la vida, a pesar de sus aflicciones y desencantos, vale mucho la pena. Bajo el polvo de los recuerdos, la memoria está llena de nostalgia, por eso, en la exaltación se llora.

 

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México