Sí, es cierto, hacen falta muchas cosas. Desde el olor a puro y a arena mojada, hasta la cercanía de los otros y su ambiente festivo. Faltan el murmullo y los gritos graciosos que se desprenden del tendido y los que rasgan por mitad la carrera de un torero. Sí, hacen falta muchas cosas. El espectáculo vivo implica lo humano con toda la fuerza de la existencia. Una corrida vista por televisión pierde la mayor parte de su encanto. Hacen falta, por supuesto, las feronomas, que son esas sustancias químicas que los seres vivos secretamos para provocar reacciones en otros individuos. Los toros vistos por la tele pierden la intensidad que provoca el riesgo de la cornada y la capacidad de conmovernos ante la belleza efímera que tienen los juegos del trapo seguido por un animal que quiere hacerlo presa. Con todo, es mejor ver la corrida por el monitor, que no verla. Máxime, si es transmitida desde una plaza española, seria y protocolaria.

Les cuento el porqué de todo esto: Feria de Fallas, los toros son de Adolfo Martín, un encierro de cárdenos preciosos, entipados, astifinos, chatitos del hocico, pelo lustroso, cabos refinados, harto coludos, fuertes y muy parejos. Inevitablemente, uno identifica la similitud: “pero sí parecen de Tenexac o de De Haro”. Acto seguido, se espeta la mentada de madre al sector empresarial taurino, porque habiendo en el campo bravo nacional esa calidad, es raro que anuncien una corrida así, verdadera, brava y bien puesta.

A continuación, -perdonen que me fije en nimiedades, en los detalles está la excelencia- los alguacilillos salen montados en dos tordillos de lujo, briosos y enrazados que es un gusto verlos y no como el retinto con el que el alguacil de la Plaza México cruza el ruedo, un penco horroroso, sin una gota de garbo y mal arrendado, que sería muy útil para hacer anuncios de medicamentos contra el insomnio. Rocín que hace lo que le da la gana, mientras el jinete espera precavido a que el jamelgo vuelva al orden por su propia voluntad.

La corrida televisada empieza y uno nota que todo está en perfecto orden y cada quien colocado donde debe estar. Servicio al cliente y ganas de que regrese, me digo. Rafaelillo, se juega la vida ante un toro astifino y frente a la pantalla, a miles de kilómetros, uno siente miedo en carne propia reconociendo el peligro evidente que tiene el “adolfo”. Por su parte, el diestro dicta cátedra sobre el manejo de los terrenos y aunque el toro no está para confianzas, le roba pases que tienen alto riesgo y gran belleza, es decir, que son verdad del toreo. El merengue es muy despabilado, pero el maestro lo es más, y esquiva los derrotes con galanura y acierto. Por fin lo mata, y el que firma este artículo, desde el otro lado del Atlántico aplaude emocionado pidiendo, como si estuviera en la plaza, que Rafaelillo se arranque a dar la vuelta al ruedo.

Ahora, la imagen en pantalla es el rostro de Fernando Robleño. Los labios secos y los ojos muy abiertos, tras la madera del burladero espera – se le nota en la cara-  con mucho miedo, aunque decoroso y entregado sale de la tronera a ganar la batalla. Tras él, corresponde turno a Javier Castaño que se afana firme y seguro. También, suda la gota gorda para salir librado del trance. Este torero además, regala el plus de dejar lucir a la cuadrilla poniendo el toro de largo para que acometa al caballo, y después, no tiene empacho en que los banderilleros oficien como si estuvieran anunciados en los carteles, generosidad que se agradece.

Termina la corrida y apago la tele comparando lo que debe ser con lo que nos toca, mientras lamento haber nacido en este país de autistas que no reclaman ni una patada en los huevos. Cómo no se dan cuenta los otros, me digo, cómo no se exaspera nuestra paciencia franciscana. Es que hemos nacido en el país de las parodias y así vivimos muy contentos.

 

 

ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México