Cada vez que salía de un muletazo, el toro le buscaba los tobillos y él se iba con habilidad, pero en un pase con la derecha el bicho -que va aprendiendo- lo arrebaña y le quita los pies del suelo arrojándolo con mucha violencia. La caída es a plomo sobre la cabeza. Un golpe en la nuca brutal, dejándolo completamente inconsciente. Todavía, el de los cuernos hace por él y le alcanza a pegar un puntazo en la bolsa que guarda las joyas de la familia, o sea, en el escroto. Cuando las cuadrillas llegan a levantarle, el cuadro es desolador. José Pedro Prados El Fundi yace en la arena y por el oído izquierdo escurre un hilo de sangre. Pero, ya se sabe, los toreros tienen la carne de hule. Nada más entrar en la enfermería, el matador reacciona y lo que parecía iba a tener un desenlace fatal, acaba en una recuperación prodigiosa. No hay fractura craneal a pesar de que el golpazo es en el mismo sitio que hace unos meses se rompió al caer de un caballo. Dos días después de la cogida, concede entrevistas a los medios de comunicación tan fresco como una lechuga.

 

 

A sus cuarenta y dos años, y casi tres décadas de vestirse de luces, El Fundi es un viejo guerrero de los ruedos, acostumbrado a vérselas con las corridas duras y navegando siempre en las viscosas aguas del miedo con el fantasma de la cornada sobrevolando a su alrededor. Casta, mucha casta hay que tener para seguirse apuntando a esas batallas. Ahora, una vez más, la ha librado y pronto reaparecerá por ahí matando una corrida de Miura, o de Cebada Gago, o de Dolores Aguirre, ejemplares de gran calado y mucha madera en la cabeza. Sin embargo, el mundo taurino ha cambiado y cada vez queda menos espacio para toreros bohemios, broncos y de una pieza. Hasta en el toreo vivimos tiempos descremados y descafeinados. Cada quien tiene su forma de ganarse el pan, como la de este torero apodado El Fundi, un hombre seguro de lo que hace, convencido de que su actuación es la correcta y dispuesto a enfrentar el destino a cara o cruz, asumiendo las consecuencias. Siempre orgulloso de saber que las cornadas duelen mucho, pero que cala más la ausencia de una convicción personal. Y lejos está de querer morirse en el ruedo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 Desde Puebla (México), crónica de José Antonio Luna