El domingo, como siempre, Fermín Espínola lidió con una verdad descarnada. Era el segundo de su lote. Las verónicas de recibo fueron impecables, artística la media. Quitó por saltilleras, como una vela clavada en la arena aguantó el primer embate. En el siguiente tardó en marcarle la salida y el toro lo levantó de una manera horrenda. Sin embargo, con una gran raza se puso en pie y echándose de nuevo el capote a la espalda, terminó el quite ahora por gaoneras. Tuvo los arrestos para tomar los palos con mucha dignidad, nada de muecas teatreras, si algo le dolía y debió ser mucho, lo ocultó tras una sonrisa. Los pares de banderillas fueron igualados cuadrando en la cara y asomándose al balcón; el tercero, el más valioso por lo estoico de la entrega, lo ejecutó galleando en ajustado recorte para encontrar toro en una estampa muy comprometida ganando la cara de poder a poder, los gladiolos quedaron como orejas de conejo, derechos en todo lo alto, como si siempre hubieran estado ahí. El toreo de muleta fue hondo, templado y cristalino. Series de pases largos y bien enhilados. Luego, dejó media estocada tendida que no hizo efecto y se afanó tirando al cerviguillo sin acertar. Antes, en su primero, le habían dado una oreja pesada de tanto mérito. La más loable de esta y de otras muchas temporadas en la Plaza México. Por su parte, el destino se develó con Manolo Mejía cortando los dos apéndices al cuarto en faena de altos vuelos, Pedro Rubén se extravió en el laberinto de su inexperiencia y fue jugado un bravo encierro de El Junco.

 

El quinto toro por fin se va vivo y Espínola vuelve cabizbajo al burladero de matadores. Cuando veo a un espada como éste pasar las penas del infierno con tanta entereza y sin recurrir a trucos infames para aliviarse, reconozco que dolor y pena son palabras muy cercanas a la vergüenza torera. Se puede llegar a la cumbre y mantenerse gracias a las bondades del teletoreo. Es más seguro obtener las palmas en tercios de banderillas a toro pasado. El muletazo vulgar y el toreo de relumbrón son un atajo en el ascenso a figura intrascendente. Los ordinarios sartenazos dan buenos lugares en el escalafón. A cambio, hay que volverse cínico y descarado, y enfrentar los cinco minutos de lucidez descubriéndose en lo íntimo como mercachifle antes que torero. Por eso, me gustaría acercarme a Fermín Espínola para darle las gracias, no tanto por sus dotes de buen coleta, sino por la decencia y el gesto al descartar el camino de los pobres diablos. Después de una faena brillante y completa, no buscar las bajuras para deshacerse del morlaco a pesar de las difíciles circunstancias profesionales, es una lección de quijotismo que da lustre y vale mucho la pena. Aunque en la actualidad, la mayoría no sepa quién es ese tal Don Quijote y otros lo recuerden como un libro grueso y aburrido, de cuyo nombre no puedo acordarme, que sólo leyeron los más pepinos de la clase.

 

 

 

 

Desde México, José Antonio Luna