Parece que fue ayer y se han cumplido ahora tres años desde que nos dejó el maestro Antonio Chenel Antoñete, todo un icono representativo entre la torería del mundo. Un torero al que, desdichadamente solo se le hizo justicia en los últimos aletazos de su gloriosa carrera; un diestro irrepetible que, para mayor desdicha, tenía los huesos de cristal; un hombre íntegro donde los hubiere que clamaba justicia por allí por donde se encontrara.

Como es sabido por todos, Antoñete fue un diestro postergado que, a Dios gracias, -menos mal- con más de cincuenta años a sus espaldas, todavía, el destino le permitió tocar el cielo con sus manos, de forma concreta en Madrid, la que era su plaza, la que le consentía y admiraba. Pese a todo, los aficionados, ante su digno ser, apenas pudimos esbozar algunos pasajes hermosos de su tauromaquia.

Destino cruel el suyo puesto que, cuando tenía todas las condiciones del mundo para haber reinado en el toreo, apenas reinó en el corazón de los buenos aficionados que, como explico, en sus últimos años como torero en activo, nos cupo la dicha de saborear su tauromaquia, tan auténtica como genial.

Pero todos debemos de reconocer que Antoñete fue el cordero inmolado de los años sesenta; el “crimen” más grande que podía hacer el taurinismo de aquella época puesto que, diestros como Antoñete no aparecían todos los días; era infinitamente mejor que la totalidad de las figuras de su tiempo, pero le tocó desempeñar el dramático papel de segundón de lujo cuando, repito, era el paradigma de los toreros.

Todo aquello que los taurinos de su época quisieron silenciar con sus actitudes contra Antoñete, éste, con su torería inmaculada, con casi sesenta años de vida, con gritos desgarradores, con muleta y espada y teniendo como escenario la plaza de Madrid, le dijo al mundo la gran injusticia que contra él se había cometido.

Todos aquellos que le postergaron, para su desdicha, tuvieron que comprender, ante la magnitud de Antoñete dentro de los ruedos, la gran injusticia que habían cometido.

Pese a sus años, le sobró torería a Antoñete para conquistar a Madrid, algo que tantas veces había hecho; pero lo que es mejor, le sobró arte para convencer a todos los aficionados de sus últimos años como artista que, ávidos de la tauromaquia eterna, junto a don Antonio Chenel, gozaron en plenitud del caudal de su arte.