Como un sueño imposible que busca el toreo y todo se le hace oscuro, porque falla el corazón, José Ortega Gómez «Gallito Chico», intentó ser figura del toreo. Estrella fugaz, con él se rompe la cuerda dinástica. Hijo de Enrique Ortega «Cuco», banderillero de Joselito, y de Gabriela Gómez Ortega, hermana de los «Gallo», Rafael, Fernando y José, por tanto, nieto del señor Fernando Gómez «El Gallo» y de la célebre señora Gabriela Ortega Feria. Desde que comenzó a silabe­ar ha andado alrededor del ambiente taurómaco.

      Nacido en Alcalá de Guadaira, el 26 de septiembre de 1923, necesa­riamente había de ser torero. Apoyado en su apellido, rompe a torear por plazas de Sevilla y Cádiz. Con más gracia que ingenio, se le ve torear en tentaderos y novilladas sin picadores. Cuando está suficientemente pre­parado aspira a que le vean en Madrid, la plaza que da y quita. El simple anuncio de su apodo torero ya le concede un crédito ante la afición. Des­pués, a él, corresponde consolidarlo.

      El 22 de agosto de 1943, queda anunciada su presentación en la Pla­za de las Ventas para estoquear novillos de los herederos de doña María de Montalvo, con Fidel Rosalem «Rosalito» y Eugenio Fernández «Angele­te». Su primer astado, marcado con el número 37, castaño, se llamaba «Sal­tador». Ese día su clavel, que iba floreciendo, se corta en flor, no hubo suerte en su primera salida al ruedo madrileño. Sus ilusiones y aspira­ciones le duraron un instante, como tallo de espiga abatido por el viento.

      La gravísima cogida que sufre el 19 de agosto de 1945, en la locali­dad madrileña de Miraflores de la Sierra, actuando en un festival, acen­túa su claudicación torera. Vencido su empeño, vacilante ante la triza de su destino, sin ilusión ninguna, como lleno de penas melancólicas, vago de afán, emprende la oscura senda de abandonar muleta y estoque antes que la fatiga le pierda totalmente. Termina pasándose al escalafón de pla­ta del toreo.

      Conocimientos del oficio torero le sobran. Su eficacia con el capote de brega la demuestra en las cuadrillas de Rafael Mariscal, Juan Posada, Alfredo Leal, Manuel Carra, Pedro Martínez «Pedres», Antonio Chenel «Antoñete» y Jaime Ostos.

      Desde aquellos días en que empezaba a torear, siempre ha estado preso de un conformismo íntimo, como si se dejase llevar por las olas sin que jamás le obliguen a nada.

      Tras su paso por Madrid, sin ambición, sin arder en fuego de fe, sin ilusión, parecía que su voluntad había muerto en una noche de luna. Sin molestar nunca, casi en silencio, continúa su andadura en los ruedos has­ta que, ya veterano, se retira para dedicarse a dirigir la carrera artística de su hija, destacada «bailaora» de flamenco. Gran persona, toda bondad, le seduce más que el toreo, el cante «jondo», aunque de ambos temas sabe una «jartá». Para entonarse sólo le basta una voz nacida de la tierra sonando al áureo son de la guitarra. ¡Enhorabuena, José!, que para cen­trarte en tu verdad primera, te basta una voz rompiendo la rutina diaria, y así se te entona el ánimo.