Por José Julio García.  Escalera del Éxito 103

Se puede torear, y bien, sin haber sido parido por una gitana, pero torear como lo ha hecho Joaquín Rodríguez «Cagancho», con sen­timiento y cadencia, necesariamente se tiene que ser gitano. «Cagancho» nace en el barrio sevillano de Triana, el 17 de febrero de 1903, hijo de un sotorré caló (herrero de fragua), de los que cantan el martine­te al son del martillo con todo el fuego en la cara. De churumbel, de azul abril, se embriagó de ilusiones. Soñaba con ser torero, mientras amonto­naba primaveras, sale torero de marcadísima personalidad, condición ésta que va mucho más allá de la pura dedicación o simple oficio. Estado inna­to que sobreviene al nacer y no se queda circunscrito a los linderos de una barrera de Plaza de Toros.

La primera andadura taurina de Joaquín Rodríguez Ortega «Cagan­cho» no tiene nada de camino de rosas, es un aprendizaje duro. Durante bastante tiempo rodó por cercados y capeas pueblerinas, plazas de carros y de talanqueras. Colma sus ilusiones de adolescente, la oportuni­dad de estoquear una vaquilla, a los quince años de edad. Solía jugar al toro en la Cava de Triana, con su amigo Curro Puya (Francisco Vega de los Reyes «Gitanillo de Triana») y dos amigos más. Las toallas de su casa las pintaba de tinta encarnada para utilizadas de muleta, lo que le hacía sufrir muchos pescozones..

Decidido a ser torero, empeña una cadena de oro con su medalla que le habían regalado, con el fin de reunir las 100 pesetas que valía torear y estoquear una becerra en la Venta sevillana de Guaira. Lo hace muy bien y le echan tanto dinero que al día siguiente puede volver a lucir la cadena y la medalla. Además, un aficionado que presenció la faena le ofrece pagar otra vaquilla para el próximo domin­go. Después de aquella aventura sólo quería ser torero.

La primera novillada vestido de luces la torea el año 1923, en la loca­lidad gaditana de San Fernando, el vestido se lo presta Posadas Carnere­ro y se enfrenta a un novillo de Bohórquez, alternando con Cayetano Ordóñez «Niño de la Palma». Hizo bueno el dicho, que los gitanos no quieren buenos principios para sus hijos, en esta ocasión le echan un astado al corral. En pleno estío, un año después, el 25 de julio, era la noche de Santiago, el toreo sentimental brotó desnudo, desvalido de todo realismo en el albero de la Real Maestranza de Sevilla, por obra y gracia del joven Joaquín Rodríguez «Cagancho». Destacó entre los cinco matadores de la corrida nocturna que se las vieron con novillos del hie­rro de Pedro Martín, aunque el premio de doscientas pesetas se le otorgó a Eduardo Pérez «Niño de la Venta». La compensación le llegó pronto, pues fue contratado para la novillada de la tarde del domingo siguiente. .

Sin desvanecer en el empeño, continúa conquistando plazas de Andalucía y, en 1925, da el salto a las de Valencia y Zaragoza. E1 4 de julio de 1926, logra torear en Barcelona. Sorprende a la afición de la Ciudad Condal, llenándola de entusiasmo con la lentitud de su lance de capote y sus muletazos rítmicos, largos y parsimoniosos. Su aldabonazo reper­cute en todo el ámbito taurino, y comienzan a abrírsele las puertas de la gloria torera.

Se dice que su estilo torero reúne los aromas y las esencias que citan estos versos:

«La angélica y el baldo, la violeta,

la maría luisa y la verbena

la tila, el azahar y artemisa».

¡Barcelona es bona! Le repiten en aquel ruedo el 25 de julio y el uno de agosto. No demoró consolidar en Madrid el éxito de provincias. Dis­tinguido, pausado, flamenco, cañí, pisó el ruedo del coso de la Carretera de Aragón, llamado también de la Fuente del Berro, el día 5 de agosto de 1926, acompañado de Francisco Vega de los Reyes «Curro Puya» y Enrique Torres para lidiar novillos de Villamarta. «Cagancho», «La otra talla del Montañés», como le denomina en el título de su crónica del ABC, el crítico Gregario Corrochano, el día que le ve torear por prime­ra vez, vuelve ello de septiembre al ruedo de Madrid. El toro ciclón, en el propio torbellino de su embestida descompuesta, se lleva por delante al torero calé, hiriéndole grave. La trayectoria de una temporada triunfal quedaba cortada en flor.

Repuesto del percance recibe la alternativa, el 17 de abril de 1927, en Murcia, de manos de Rafael «El Gallo» y testimoniada por Manuel Jiménez «Chicuelo». «Orejillo», de la ganadería de doña Carmen de Fede­rico, fue el toro con que se cumple su anhelo de los sueños dorados de juventud. La confirmación en Madrid se verifica el 21 de junio siguien­te, con Victoriano Roger «Valencia II de padrino y Marcial Lalanda de testigo. El toro de la ceremonia, de nombre «Naranjo», negro listón, como el resto del encierro, pertenecía a la vacada salmantina de doña María Montalvo.

Con este extraordinario torero se vuelven a ensimismar los públicos. Es la segunda edición aumentada de Rafael Gómez «El Gallo». Cuando está en vena de inspiración y serenado de ánimo, se remonta a alturas celestiales con las alas del arte y de la gracia. En esas tardes de altos vue­los, su toreo de amplias dimensiones, tan puro, tan de verdad, especial­mente con el capote, lo corona con la espada ejecutando la suerte del volapié a la perfección, con gran valor e irreprochable estilo. En esas horas, su sentimiento torero triunfa sobre su espíritu supersticioso y no hay más remedio que rendirse ante su grandeza maravillosa. Dentro de la tauromaquia espiritual gitana, «Cagancho» parecía un torero clásico, fundido con elegancia instintiva natural, contra tanta distinción seduc­tora, si le soplaba el aire de la prudencia, circunstancia frecuente en los toreros gitanos, se hundía en la charca del desconcierto y el descaro ante el fracaso. Su figura torera apasionó en las plazas y fuera de éstas, aún después de 1953, año de su retirada. La veleidosa fortuna le fue, en oca­siones, generosa en los ruedos y en otras esquiva. Hubo de todo, desde toros al corral hasta salidas en hombros. La peor tarde de su vida la tuvo «Cagancho» en Caravaca (Murcia), el toro pudo con él, como contaría lue­go. No doblaba el astado y le dieron los tres avisos. En la plaza, no se dis­ponía de mansos para retirar el cornúpeta a los corrales. El diestro hubo de continuar intentando matar al toro, cada dos minutos sonaba un nue­vo aviso. Llegó a sumar hasta doce.

Torero de inspiración, el momento le dictaba lo que tenía que hacer, no llevaba nada pensado para hacer en la plaza. Solamente se inspira, en una ocasión, durante la comida, para realizar una de las mejores faenas que le presenciaron en México. Se encontraba nervioso por la corrida que le esperaba al día siguiente y, entre plato y plato, cogía un palillo mondadientes y otro para juguetear y distraer los nervios. En la corri­da, al comenzar la faena y tener enfrenté un toro bravo y noble, recuer­da el palillero y los mondadientes. Aquello fue la fuente de inspiración. Después de cada serie de muletazos le arrancaba al burel una banderi­lla, con motivo tan sencillo de inspiración forja la faena que le supone un grandioso éxito. Desconcertante y genial vivió éxitos de apoteosis y fracasos. Como el que inspiró aquella célebre caricatura que apareció en un diario de Zaragoza, en los tiempos en que lo mismo terminaba en el hotel asediado por admiradores enfervorecidos, que en la’ cárcel por sus desastrosas faenas. El caricaturista de aquel periódico dibujó un calabozo vacío en el que solamente había una rata que reflexionaba filo­sóficamente: «¡Hombre! ¡Las siete y «Cagancho» sin venir!». Al chiste se le podría apostillar: «Era un torero de enorme personalidad… lo sabían hasta las ratas».                                                                                                               .

En México, donde halló toros en condiciones más propicias para la majestuosidad de su toreo ideal, pronto ganó una legión de admirado­res. Ese fervor de los aficionados mexicanos del distrito federal, de Jalo­pa, Michoacán y Guanajuato por su tauromagia le motivó para viajar a América, al final de cada temporada en España, y más concretamente al país azteca. Alejado de los ruedos, Joaquín Rodríguez, que había hereda­do el apodo de «Cagancho» de su abuelo, notable cantaor de flamenco, siente añoranza de los días de frenesí del triunfo, del halago de los mani­tos y decide volver a México, asentándose definitivamente en el país de Moctezuma.

Este hombre, que sentía no ser culto, tuvo siempre aversión de ser retratado al óleo y sentía mucho miedo al tren. Cuando fue torero, siem­pre tuvo automóvil para hacer los viajes, aunque tuviera que desplazarse de Almería a Bilbao en 15 horas. En sus bastantes años de residencia en tierra azteca, vivía tranquilo lidiando el toro del recuerdo… Sevilla, la Pla­za de la Maestranza, Triana y su Virgen de la Esperanza. La dolencia de un cáncer pulmonar a sus 80 años de edad, fue determinante para que en el postrer día de 1984, la noche de San Silvestre, quedase tronchada aquella airosa figura que le acompañó siempre, y resaltaba más por la elegancia natural de sus movimientos, su tez morena, ojos verdes y esa repajolera gracia majestuosa e indolente privativa de los toreros de raza cañí. Torero de leyenda y de romance, de inteligencia y fantasía, del que Federico García Lorca escribiera en Granada, poco antes de que los hue­sos del universal poeta se pudrieran en la tierra de Vitnar:

«Joaquín Rodríguez «Cagancho»

monarca de gitanos».