El espectáculo taurino ha tenido en algunos tiempos una fase atípica que a veces ha tocado en los linderos de la barbarie; como la de sacar a la plaza los perros de presa en las corridas de toros. Y quizá se dio en épocas en que la inteligencia de los diestros no descubrió la perfección de sus instrumentos del arte y los recursos de los lidiadores eran limitadísimos, y por la necesidad de sujetar a los toros para desjarretarlos[1] o para acuchillarles de manera alevosa, precisaba de la intervención de los perros.

   Antiquísimas son las referencias gráficas que tenemos de toros en lucha con perros, como antiquísimas también son las referencias literarias de estas luchas. Pero,  ¿cuándo comenzaron a utilizarse los perros como necesidad tauromáquica? El origen de esta repugnante suerte, así se puede llamar, no se sabe con certeza. De los perros ya habla el barón León de Rosmithal de Blanta, que vino a España, en 1466, desde Praga para estudiar la disciplina militar que se practicaba en los distintos reinos de nuestra península en tiempos de Juan II y, al pasar por Burgos, asistió a una fiesta de toros, que nos explica:

   <>

   Se habla, asimismo,  en el Discurso de la Montería, de Argote Molina, que data de 1582: <>.

   Pero fue en los juegos de novillos, que en un principio eran fiestas cómicas de mojigangas o pantomimas, donde echar perros a los toros era parte del programa y una diversión más, formando un componente del espectáculo

   El perro alano o perro de presa nace de la unión del dogo con la mastina. Son corpulentos y musculosos, de cabeza grande, orejas caídas, nariz chata, cola larga, de morro extremadamente arremangado, de tal manera que el labio inferior no le cabe en la boca plegándose de forma tal que, en relajación, deja escapara por la comisura de los labios abundante secreción salival. Son verdaderas fieras cuando se les excita, y su mordedura, por la presa que hacen, temible en exceso, debido a los largos colmillos que poseen en ambas quijadas, con los cuales, una vez que han mordido a su satisfacción, sujetan de tal modo a lo que muerden, que no se logra desprendérselo, sino después de mucho trabajo.

   Antiguamente, si un toro no entraba a ninguna vara, le echaban los alanos, preparados para el efecto. Con los años la intervención de los perros de presa estaba debidamente reglamentada, y el artículo 41 del Reglamento de la Plaza de Toros de Madrid, de febrero de 1880 (que sirvió de base para todos los existentes en España), se consigna en el capitulo 6º: < >. 

 

   El papel del perro siempre fue el de sujetar a la res. Lo inmovilizaban, no sin un combate encarnizado, asiéndose cada uno en una parte y se hacen dueños de él. Cuando han conseguido sujetarlo el matador, con el estoque le hería de muerte y el puntillero, y por detrás del toro, le remataba con la puntilla.

   Un caso excepcional ocurrió en la plaza de toros de Madrid el día el 9 de septiembre 1849. En quinto lugar salió el toro Brocho o Naranjero, de la ganadería de Aleas, según la prensa huía de su misma sombra y mereció por ello la infamante  pena de ser muerto a dentelladas: << Salieron tres perros como tres luceros, y Naranjero (que así se llamaba el bicho) tuvo la suerte de matar a uno, herir a otro y hacer huir al tercero. Animado éste con el refuerzo de otros dos nuevos compañeros acometieron de refresco, más tan buena maña se dio el condenado toro que en menos de un verbo se deshizo de todos. Seis veces se repartió la operación de echarle tandas de dos, tres y aún cuatro perros y otras tantas tuvo Naranjero la destreza de acabar con ellos. De los 18 o 20 que salieron a la arena quedaron muertos siete, muy mal heridos tres y los restantes acongojados de estangurria o mudos del susto -y solo seis quedaron con fuerza para ladrar-.

 

   Aniquilando completamente el depósito de canes, el pueblo se mostró clemente por segunda vez pidiendo el perdón del vencedor, y Naranjero pasó al corral (…). Más desgraciado éste, fue sin embargo asesinado en medio del silencio de la noche[2]>>.

   Suprimido en 1883 el empleo de los perros de presa, por la generación de las banderillas de fuego que jubilaron los canes para siempre y obligando a los picadores a buscar la suerte en cualquier parte de la plaza, su reaparición en los ruedos sólo tiene carácter anecdótico.

    Han sido famosos algunos criadores de perros de presa. En Madrid el más conocido fue Isidro Burgos, vecino de Chamartín. Otro de los más renombrados criadores de perros de presa fue Luis García Chavillo, de la calle del Tinte, en Albacete, de profesión calderero, y sus canes tuvieron una gran notoriedad, porque Chavillo era un experto criador de la raza de alanos.

    Echar perros al toro ha pasado a la historia, y sólo permanece su recuerdo en los dibujos de alguna lámina de la antigua La Lidia, que el excelente dibujante Daniel Perea plasma en la revista, y  también el genial aragonés Francisco de Goya compuso una lámina, la número 25 de su Tauromaquia, que retrata una escena que tituló Perros al toro.

 

 

  

  

 

 

 

 

 

 

 

 



[1] Acto de cortar los tendones de las patas traseras con utensilio en forma de media luna de acero cortante en su borde cóncavo unido a un palo igual que las varas de detener.

[2]  Clamor público. Madrid, 11 de septiembre de 1849