O al revés. Creo que fue Ortega y Gasset el que lo decía y me parece buen aval porque don José era un hombre muchas veces ausente para pensar. Con cincuenta años de retraso llega a nuestra política el tema de los sobres cuando en el toro eran de tráfico continuo hace décadas. Yo tenía conciencia del tema y, para intentar remediarlo, no se me ocurrió mayor osadía que fundar una revista en tiempos en los que “Digame”, la Iglesia, y “El Ruedo”, el Movimiento, no querían más competencia.

 

Jiménez Quílez, Director General de Prensa por aquel entonces y socio de mi padre en la fundación de la revista “Meridiano”, trato de convencerme de la inutilidad del reto y me aconsejó que siguiera por otros caminos mi afán periodístico. Insistí: quería escribir de toros y mis esporádicas colaboraciones en “El Ruedo” se iban espaciando cada vez más porque había que hacerle hueco a periodistas maduros y prestigiosos como, buen ejemplo, Antonio Abad Ojuel, que se encargó de cubrir la crítica de los festejos de Carabanchel, la que yo hacía desde el principio de mis colaboraciones con la mejor y más gráfica revista taurina fundada por Manuel Fernández Cuesta. No encontraba otro medio de comunicación, me lié la manta en la cabeza y fundé “Fiesta Española” en 1961, cuando todavía no había cumplido mis 30 años y con la idea fija de combatir el sobre que, después del sorteo, repartían los mozos de espadas entre los representantes de los medios de comunicación escritos o hablados, de España y América.  A los receptores se les llamaba “sobreros” o “sobrecogedores” y, como es natural, nadie firmaba su recibo porque no sabían la cantidad de pesetas que contenían los “ansiados” sobrecillos.

 

Hubo alguno que, al comprobarla, se la devolvió al mozo de espadas con un rotundo “este no es mi dinero”. Es célebre la respuesta de un torero que alguien identificó con Pepe Luis: “Tiene razón, es el mío”. Y se lo guardo en el bolsillo de su chaqueta.

 

Después de una larga campaña, a mi padre, “Barico”, se le ocurrió escribir un artículo en FIESTA en el que justificaba la postura de los que cogían el sobre. La culpa era de las empresas periodísticas que exigían un precio por el espacio taurino. Una anécdota de Paco Camino en la recepción de “Los Populares de “Pueblo”” vino a corroborar lo que se comentaba en todos los ambientes taurinos: escribir o hablar de toros costaba dinero a los pobrecicos escribidores o habladores.

 

Los grandes tenían sus conciertos anuales y sólo algunos privilegiados recibían los correspondientes salarios por su trabajo. El artículo causó su impacto y hubo un comentarista que hacía crónicas como actas notariales que se dio de baja en  su suscripción de “Fiesta Española”. Era doloroso el asunto, pero, al menos, entonces, salvo “La Vanguardia Española” que únicamente publicaba las crónicas de las corridas de Barcelona, en todos los medios nacionales se podían leer o escuchar noticias u opiniones taurinas. Pasados los años, hoy, el tema, sin sobres, ha desaparecido de todo el ámbito nacional y sólo se habla de los toreros en caso de cornada, divorcio, accidente, desfile de moda o visita de la Benemérita para confiscarle al diestro alguna jirafa disecada. A veces pienso que sería mejor volver a la época del sobre porque, en estos momentos, casi nadie vive de escribir de toros.

 

Puesto a pensar, he llegado a la extraña conclusión de que algo de culpa de la decadencia de nuestra fiesta la tiene el doctor Fleming puesto que su descubrimiento aminoró el sufrimiento de los toreros lesionados que temían casi más a las curas de sus heridas que a la propia cornada. ¿Cuántas cornadas no han sido mortales gracias a la penicilina?  La de Aguascalientes, por ejemplo, con el canto correspondiente a José Tomás por su regreso inminente a esa plaza. Yo recuerdo la cornada en  el vientre que sufrió Antonio Bienvenida en Barcelona al ejecutar el pase cambiado a muleta plegada. Cuando reapareció en la Ciudad Condal volvió al mismo sitio para intentar otra vez idéntico muletazo. Esa emoción es imprescindible para la fiesta y la garantía del avance quirúrgico o farmacológico no debe menoscabar la importancia del riesgo de ser torero.

 

Otro tema de rabiosa y multiplicada actualidad es el del derrumbamiento de la proyectada cubierta de Las Ventas y el placer manifestado por algunos ante semejante desastre. ¿Es perjudicial para la propia fiesta que los cosos taurinos se puedan dedicar en cualquier estación del año a otros menesteres que produzcan beneficios a sus propietarios?  Recuerdo los años en que iba a la plaza a ver luchar a Lambán contra Brossatti, a oír a cantantes multitudinarios como Serrat y su “Cristo de los Gitanos”, contemplar el baloncesto de la “Demencia” en Carabanchel,  o competiciones de tenis o fútbol sala, kermes o vetustas mojigangas. No pasa nada.

 

No se esfuman los perfumes de toro bravo y más toro. Vuelven el toro y el torero y vuelve la magia. Tengo como en nebulosa el recuerdo de que en Nimes se colocaba una cubierta hinchable en el difícil e irregular Coliseo Romano y se celebraban novilladas con una capacidad para seis mil espectadores, pero la primera gran cubierta sobre un edificio antiguo fue la de Zaragoza. Me interesa aclarar cuanto antes que, siendo verdad lo que González Abad dice en el suplemento de Aragón de ABC, no es toda la verdad. Ni siquiera la más importante. Vicente Zabala apoyó la cubierta mientras que M.M. (El Fenicio) la calificaba de preservativo, que en su primera acepción quiere decir que tiene virtud o eficacia de preservar, si bien algunos a lo del cubrimiento le llamaban cubrición y entonces sería lógico acatar la segunda acepción en la que se afirma que el preservativo es la funda elástica que evita la fecundación o el contagio de enfermedades conocidas por vergonzantes. Es cierto. Arturo Beltrán le echó valor y osadía a la costosa empresa, pero el primer impulso vino de Madrid y por parte del arquitecto cubano Bernardo Díez, excombatiente de la Bahía de Cochinos, aspirante a las glorias taurinas en su amistad con Manuel Benítez y autor de la primera maqueta para cubrir la plaza de Zaragoza. Me llamó a Madrid para que contemplara su proyecto y se lo diera a conocer a la Diputación de Zaragoza, propietaria de la plaza, y a Arturo Beltrán, a la sazón empresario del coso de don Ramón Pignatelli. Era una cubierta de madera con grandes ventanales  que armonizaba con el viejo edificio en periodo de recuperación por los largos años de abandono desde que la plaza fue ampliada al rebufo del enfrentamiento de la pareja Herrerín y Ballesteros, los dos novilleros y ambos fallecidos antes de la inauguración del coso con su preciosa fachada neomudéjar, obra del arquitecto Félix Navarro. Yo entré como funcionario en la Diputación en 1979 y  mi cometido como jefe del servicio de la Plaza de Toros fue impulsar la recuperación de la fachada que desde 1918 no se había saneado. Paso a paso se siguieron nuevas tareas de restauración que se prolongaron hasta tiempos recientes y lograron que el vetusto edificio se convirtiera en uno de los más bellos coliseos dedicados a la fiesta de los toros en España. Pasillos, tendidos, cuadras, servicios, corrales, enfermería, casa del conserje y del corralero, desolladero, capilla,  taquillas, verjas en los soportales sucios y promiscuos, supresión de los anuncios en las barandillas de gradas y andanadas y cambio del paseíllo para que los picadores no tuvieran que salir a la calle para incorporarse al desfile. Todo eso lo he viví directamente en los diecisiete años en los que estuve en la Corporación Provincial como técnico superior y asesorando a dos grandes personas y, al final, amigos, Ángel Esteban Enguita y Eduardo Aguirre, diputados delegados del coso de Pignatelli ya desaparecidos. Me correspondían otros edificios como Veruela, Palacio de Sástago o Cerámica de Muel, pero comprenderá quien me conozca que mi ojo derecho era la Plaza de Toros. Nada digo ahora de los problemas de funcionamiento de la Plaza y de sus arrendamientos, cuestión que se inició harto dificultosa y en la que hubo que superar situaciones extremas.

 

Pero estaba en Madrid con el arquitecto Bernardo Díaz y su maqueta de madera. Vino a Zaragoza se la presentó a Arturo Beltrán, este convocó con La Diputación Provincial un concurso de maquetas y, al final, se aprobó la que en apariencia era una rueda de bicicleta gigantesca en la que tenían que participar ingenieros alemanes de Munich y arquitectos de la Diputación. Fundamental el arquitecto José María Valero que reforzó la obra de 1918 y rodeó el edificio de una corona de hierro rellena de hormigón, donde iban los anclajes del mecano de sirgas y soportes que fijaban la parte permanente de la cubierta y hacía posible la apertura y cierre de la parte central. No hubo que subsanar nada porque cuando se dio una corrida en la que actuaba Raúl Zorita y se inundó el ruedo, todavía no estaba instalado el sistema de desagüe de la amplia cubierta de teflón que recogía toda la lluvia de la parte fija ni rematada la parte móvil del invento. Varios arquitectos colaboraron en  la transformación de la plaza desde Regino Borovio a Javier Navarro y Miguel Ángel Navarro, nieto del autor de la reforma del 16 al 18 del siglo XX, si bien en el asunto de la cubierta el que más intervino fue José María Valero, un especialista de la restauración con obras tan destacadas como el Palacio de Sástago, el Casino Mercantil, ambos en Zaragoza, y la Fonda de la Dolores en Calatayud y de modernas estructuras como la estación de Delicias de la capital aragonesa y, ante todo, coleccionista de tranvías en su dimensión natural, máquinas y vagones de tren. Valero se la jugó en la preparación del soporte para la obra de ingeniería de los alemanes de Munich y, pese a problemas y dificultades, triunfó. Otras muchas gentes, políticos, técnicos y obreros colaboraron en la realización total del ambicioso proyecto, incluidos los asuntos financieros de su costo y todo ello amparado por el buen juicio de Vicente Zabala, al que, tras su trágico destino, se le colmó de honores y ofrendas fomentadas por el director del “ABC verdadero”, compañero de aventuras políticas del Vicentón de los Bienvenida, que ya en su pupitre de madera grababa con su cortaplumas un “Vive le Roi Juan III” que sigue predicando el miembro de la Real Academia Española, fecundo cultivador de adjetivos y oximorones (la música callada, la nieve ardiente y el fuego helado de Las Bardenas Reales entre Ejea de los Caballeros y Tudela) cuando no le amenazan las navajas cachicuernas. Vamos, en conclusión, que pese a la placa en su memoria y reconocimiento, no fue Vicente Zabala el único que apoyó y llevó a buen fin la cubierta del coso de don Ramón Pignatelli. Hubo otras personas y más directamente implicadas y comprometidas que, hasta ahora, no han recibido el honor de su reconocimiento.  A la de Zaragoza siguieron otras cubiertas, la consolidada de Pontevedra entre las positivas sobre viejos edificios, algún proyecto fallido (Jaén, creo) y otras en nuevas construcciones que no sé si, a la postre, han resultado beneficiosos para la fiesta: La Coruña, San Sebastián, Logroño, Carabanchel (otro empeño de Arturo Beltrán), Leganés… José Ortega Gómez quiso ampliar horizontes en Sevilla y fracasó en los años 20 del siglo pasado. Antes las salas cinematográficas eran amplios recintos; ahora, pequeños cuartos de estar. Y, sin embargo, se llenan los espacios monumentales para ver a un señor “pinchadiscos” y, tontamente, se produce la tragedia. En Las Ventas, en su especie de alud de plástico, solo se truncó un ilusionado proyecto. Menos mal. Puede que con el asesoramiento del arquitecto Valero no hubiera ocurrido lo mismo. Falló la base, la técnica, el cinturón de seguridad. Póngaselo si no quiere tener un disgusto o pagar una sanción.     

 

 

 

 

 

Artículo de Benjamin Bentura Remacha

Periodista

Fundador de la Revista “Fiesta Española”

Escalera del Éxito 85