Por Saturnino Napal

Esto que se cuenta ha ocurrido, parece exageración pero es cierto y lo recuerdo con exactitud; era el mes de Septiembre y se celebraba la festividad de San Sebastián; hacia calor y la plaza de toros de la ciudad navarra de Sangüesa – a las orillas del río Aragón – estaba hasta la bandera.

El ganado era de una afamada ganadería de la Ribera Navarra del Ebro; los toreros eran  modestos y ni los nombraremos ya que su papel en esta historia es más bien irrelevante.

Había gran animación y muchos aficionados habían pasado por los corrales para examinar los toros; estos, a los que yo ya había visto en el apartado eran imponentes; hacía tiempo que no se veía en esta plaza un lote tan variado de capa y con tal trapío, aunque a decir verdad eran un poco destartalados; lo que más impresionaba de ellos era su seriedad y la abundancia de leña que lucían en sus cabezas.

Los siete bichos parecían sacados de las antiguas estampas de la Lidia; había tres retintos, dos de un rabioso encendido y el otro más claro; de los tres restantes uno era colorado oscuro, bragado y listón, el otro un precioso “berrendo” en colorado y el último un raro “salinero”; como “sobrero”, un enorme castaño ojinegro – apretado de cuerna – con el mismo hierro que sus hermanos.

En conjunto, excepto el castaño suplente, estaban algo vareados, pero por ser de capas tan vistosas y bonitas parecían más grandes; todos estaban muy bien armados, con grandes y aparatosas arboladuras “aliradas” y “astifinas”; tenían los ojos negros y vivos; la cola era larga, espesa y fina; las orejas vellosas y movibles.

En el apartado no dieron mayores problemas, se les veía bien hermanados, tranquilos e indolentes; acompañados del buey – fueron entrando – uno tras otro en sus respectivos chiqueros.

La corrida fue de las más emocionantes y movidas que he visto en mi vida. Arte, la verdad es que no hubo mucho, pero agitación, sobresaltos e interés todo el del mundo.

Los toros destacaron por su dureza de patas y en especial por lo ágiles, voluntariosos, repetidores y poderosos que estuvieron en varas; alguno  llegó un poco aburrido al último tercio, pero los bichos tuvieron en continua alarma a los toreros de «a pie» que no encontraron en ningún momento su sitio.

Más que un toreo al uso de hoy, la lidia fue  una continua lucha; los toreros se tuvieron que cuidar mucho  y permanecer continuamente a la defensiva; el ganado no permitió muchas “florituras”; las estocadas fueron regulares  y no ocurrió ninguna desgracia porque Dios no quiso.

El primero que salió al redondel era retinto claro,  bravo y bien armado. Derrotó en tablas y el pobre matador no pudo pararlo de salida. El toro dio dos o tres vueltas al redondel, enseñoreándose del albero. Al caballo fue como una centella  y en el primer encuentro tumbó al piquero. Lo colearon para librar a caballo y caballero de sus impresionantes derrotes. El picador en los  cuatro siguientes encuentros tuvo que luchar a brazo partido ante las acometidas del  retinto. A duras penas le colocaron los rehileteros dos pares y el matador, con enganchadas continuas, no logró dar ni un mísero pase. En el primer intento con la espada, al perfilarse, fue volteado aparatosamente. El toro fue atravesado dos veces de mala manera y murió en los medios con la boca cerrada. En conjunto, el diestro estuvo fatal.

El segundo retinto encendido, ojo de perdiz,  listón, “astifino”, “cornipaso” y con las astas acarameladas salió algo “abanto”; antes de embestir, escarbaba, levantando la arena del suelo; acudió al caballo en tres ocasiones, derribando al piquero en el primer encuentro; su lidia fue desordenada y trágica; el toro murió en los medios.

El precioso “berrendo”, que hacía tercero, tumbo en su primer encuentro al piquero; este le propinó una segunda y una tercera vara emocionantes por el poder del toro y la buena ejecución del caballero; el torero recibió un “puntazo” al matarlo y  paso a la enfermería; fue un toro seco y de poder.

El cuarto “salinero”, “cornalón”, abierto de cuerna y algo bizco del izquierdo fue el mejor. Un toro de bandera. Tomó seis varas y dio dos caídas al caballo. Se arrancaba de lejos, como una exhalación, metiendo bien los riñones y levantando el rabo al encontrarse con el peto. No pudieron colocarle ni un par y el matador, que logró algún derechazo pasable, entró cinco o seis veces a matar; el bicho murió en los medios, tragándose la sangre.

El quinto colorado oscuro, chorreado en verdugo y bragado, era “cornalón” en extremo y algo “veleto”. Para llevar la contraria al dicho de «que no hay quinto malo», fue el peor del encierro, manso y peligroso en extremo; era imposible llevarlo al caballo y cuando llegaba a la jurisdicción del picador reculaba, saliendo en cuanto sentía la puya “como alma que  lleva el diablo». En otros tiempos se le hubiese fogueado con toda seguridad. En el último tercio fue algo parado y “recelón” poniéndose a la defensiva en tablas. El matador se libró de él en un descuido del bicho de un golletazo y una “pescuecera”.

El sexto retinto encendido – de pelo fino y brillante – salió con tal empuje que al acudir a la llamada del subalterno se estrelló contra el burladero fracturándose por la mazorca el pitón derecho. Hubo que retirarlo  ante las protestas del público. Sacaron al buey, pero el retinto no estaba por la labor y  al echárselo el vaquero encima, el retinto lo corneó con tal furia y de forma tan repetida que el pobre animal se desangró en el ruedo; como no se pudo devolver  el toro a los corrales, el diestro, como pudo lo mató,  liquidándolo con una estocada a «paso de banderillas»; las mulillas tuvieron que hacer un viaje doble, para retirar al asesino retinto y al manso asesinado.

En su sustitución salió el enorme castaño oscuro. Muy abundante de cabeza, “cornivuelto” y de gran lámina. Huesudo y hecho. Levantaba la cabeza por encima de las tablas y barbeando resoplaba aire por la nariz. Bronco y difícil  dio tres terribles caídas a la cabalgadura; se plantó en los medios y fue imposible torearlo por el respeto y el terror que infundía a los “coletudos”;

le dieron un pinchazo y media con tan buena suerte que el “bicharraco” cayó muerto en la arena.

Al finalizar el festejo los asistentes estaban sobrecogidos pero con la impresión de haber asistido a una verdadera tarde de toros.

El público apreció la dureza y el poder del ganado, aplaudió el aguante de los picadores y valoró el valor de los toreros al enfrentarse a semejantes fieras.

Aunque no hubo ningún critico que supiese hacer la crónica que se merecían: Artillero, Asesino, Bandolero, Borracho, Buscavidas, Mainete y Manta al Hombro, que así se llamaban los siete «pavos» riberos.

A la salida, me  acerqué a comentar con el mayoral el juego tan terrible de sus astados y al ver mi admiración por el ganado, se sinceró conmigo, contándome la historia de los toros de aquella tarde.

En la ganadería, las vacas vacías y las paridas, los “erales”, los “utreros”” y los toros de saca estaban repartidos por las diferentes fincas; en el Soto Mosquera – verde y lleno de sombra y de frescor- se habían apartado cuarenta vacas horras, que habían llegado recientemente de otra afamada y comercial ganadería  junto con un bonito toro cárdeno de la misma procedencia.

Una calurosa noche de Agosto un vaquero nuestro se acercó hasta mi casa para comunicarme que las cuarenta vacas y el cárdeno habían desaparecido del soto – cruzando el río-  muy escaso de agua en esa  época.

Las vacas y el toro – por el rastro y lo que me comunicaron algunos vecinos – habían bordeado el pueblo y se dirigieron hacia las cercanas Bardenas.

Enseguida se organizó una partida en busca del ganado; ese día hacía un calor insoportable y el rastreo fue totalmente infructuoso; durante meses, como si se hubiese tragado la tierra al ganado, no se supo nada de el y se hicieron hasta rogativas a Santa Ana en la Catedral.

Al tiempo, unos cazadores del pueblo dijeron que en las Bardenas habían visto en un gran barranco reses con nuestro hierro. Se dispuso una especie de batida y llevamos hasta el lugar todo el “cabestraje” de la casa y el de algún ganadero amigo, además de una tropa grande de vacas; a caballo fuimos el dueño, yo como mayoral de la casa, sus hijos y  vaqueros, además de algún voluntario amigo; además nos acompañaron los perros que usábamos para mover el ganado.

Era primavera, la luz era de un suave blanco brillante y el Moncayo – a nuestras espaldas -, lucía como una muralla azul, con estrías blancas de nieve y coronado de nubes gigantescas. Toda la partida, los dieciocho bueyes – berrendos en negro y en colorado – y las vacas, ofrecía una magnífica estampa, moviéndose majestuosamente y con lentitud; sonaban  graves y acompasados los cencerros y el sol resplandecía en los momentos dorados del alba sobre los ásperos lomos de los bueyes; resplandecía la hierba y las matas de romeros explotaban en centelleos blancos de rocío.

Buscamos infructuosamente el ganado por los profundos barrancos y subimos hasta la Ralla y el Rallón – impresionantes y descarnados -.

Entre la tierra embarrada era difícil  moverse con los caballos y los cabestros y la búsqueda el primer día fue un fracaso.

Al día siguiente nos adentramos entre los pinares de Landazuría; el tiempo empeoró, estaba el cielo enfurruñado y bramaba el viento entre los arboles; a media mañana comenzaron a tabletear los truenos y su eco se multiplicaba por  la inmensa Bardena; salimos al Plano imponente y vacío; descendimos pegados a Cornialto por la cañada de los Roncaleses; zigzagueaban chispas y  centellas y hasta se veía caer algún rayo en la lejania.

La lluvia comenzó a caer con más fuerza, las nubes negras llenaban el cielo y con cabestros, caballos y perros tuvimos que guarecernos en el corral de Gayarre.

Cuando escampó, comenzamos la búsqueda por la Bardena laberíntica; barrancos de las Bodegas, del Aguila, de las Cuevas, del Caldero; al atardecer detrás de un inmenso cabezo – cubierto por el barro -, aparecieron los restos del semental cárdeno de la casa; estaba parcialmente comido por los buitres –  las cuencas de los ojos vacías y el costillar descarnado – pero todavía se le veía una gran herida a nivel del cuello – parecía una cornada – así como varios “puntazos” en la piel de la tripa, que estaba dura y acartonada.

Con la nueva mañana, vino el sol radiante y vimos huellas de pezuñas del ganado en la tierra mojada; al mediodía y en el Barranco de Andarraguía, oímos lejanos ruidos de cencerros y mugidos que anunciaban la presencia del rebaño; al acercarnos vimos en  una hondonada con pasto a toda la tropa; parecían una oleada negruzca en un mar de ontinas “verdegrisáceas”; eran las vacas de la casa y precediéndolas dos gigantescos toros retintos de enormes cornamentas: “cornivueltas” y “astiblancas”.

Al avistarnos – nerviosos – comenzaron a bramar husmeando el aire;

cambiando de careo, obligaron a la vacada – cortándoles el terreno – a meterse en una mancha de pinos; arrimamos todo el “cabestraje” y los perros al monte donde se  había metido el ganado; la “tropilla” de bueyes – empujada desde atrás y desde los lados por los caballistas – se movía por el bosquete reuniendo a las vacas; se oía – entre los pinos y las matas de romeros y de carrascos – el ruido metálico de los cencerros.

Parte de nosotros nos apostamos con los caballos donde finalizaba la espesura ; al rato comenzaron a salir nuestras vacas azuzadas por los perros y ya hermanadas con algunos mansos que actuaban como un imán sobre ellas; en varias pasadas, reunimos todas nuestras reses y las fuimos juntando en un barranco sin salida. Cuando apartamos todas las vacas, se asomaron – entre la maleza – los dos retintos; a uno le faltaba un cuerno y ninguno de los dos tenía marca alguna de hierro en los costillares o el anca ni señal en las orejas.

Encampanados se nos quedaban mirando, se veía que no querían abandonar a las vacas pero tampoco acercarse a nosotros. Les echamos los bueyes  y al principio parecían seguirlos humildes – moviéndose lentamente con ellos – pero en cuanto se acercaban a unos treinta metros de donde estabamos los caballistas con la piara de vacas berreaban, bramaban, escarbaban y arrancando  romeros con los cuernos, pegaban carreras de un lado a otro; cansados volvieron grupas y desaparecieron entre el boscaje – rompiendo el cerrado monte –

Durante toda la mañana del fondo de los barranco salían incesantes mugidos roncos, llamando a las vacas.

Cuando el sol se elevaba trayendo el calor abrasador del día, iniciamos el regreso con todo el tropel de vacas y cabestros; caballistas  y perros movían la manada lentamente; el ganado estaba gordo, sano y no parecían haber sufrido excesivamente en  su estancia bardenera; se las veía bien alimentadas e  incluso muchas parecían preñadas con la barriga hinchada y las ubres llenas.

Aún divisamos en varias ocasiones a los «retintos» que nerviosos y retadores se asomaban a los cerros y cabezos; a veces sin ver a los toros, oíamos en la lejanía mugidos entrecortados – que les salían de lo mas profundo de sus gargantas – reclamando a las vacas.

En un cerro pelado, vimos por última vez a los dos retintos juntos; en la luz rojiza de la tarde la pareja de grandes bestias se recortaba sobre el cielo azul; los toros levantaban la cabeza bramando y se les veían sobresalir – tensos – los músculos del cuello y de los flancos; algunas vacas al verlos – temblando y nerviosas – mugían alarmadas; atraídas por una llamada ancestral intentaban subir por el cortado, pero enseguida a los gritos de los vaqueros y el clamor de los cencerros, las desmandadas se unían a su grey.

La vacada – empujada por los caballistas – bajaba en dirección al río sin mas contratiempos y a buen paso; a las pocas horas toda la tropa, estaba pastando en nuestras cercas del soto ribero.

A los meses de la fuga bardenera las vacas comenzaron a parir crías de pintas que hacía años no se veían  en las tierras navarras; retintos, colorados encendidos, “berrendos” en colorado, castaños…

Esta profusión de capas era inexplicable; sobre todo esos colorados encendidos  y retintos, ya que el semental era cárdeno y las vacas en su inmensa mayoría negras.

Enseguida – aunque no lo comentásemos con nadie – el ganadero y yo entendimos el misterio; estos terneros eran hijos de los dos toros «retintos» de las Bardenas, que además de matar al cárdeno semental a cornadas habían fecundado a las vacas fugitivas.

En Tudela y en los pueblos cercanos siempre existieron historias de bandidos que se refugiaban en los barrancos bardeneros y  también la leyenda de que en las Bardenas  – dilatadas y vacías – existían toros y vacas salvajes; animales grandes e impresionantes, cuasi totémicos y que escondidos en las espesuras de los restos de pinares y en los profundos barrancos – hacían una vida totalmente silvestre – huyendo del contacto con los hombres; los agricultores y pastores decían verlos en los días lluviosos del otoño y en las nieblas invernales; retintos y colorados – escapados a la Bardena en el siglo  XIX – de las famosas vacadas de Tudela y de otros pueblos riberos.

Los novillos se tentaron en la intimidad más absoluta, temiéndose que no fueran bravos, pero dieron un juego aceptable, y decidimos lidiarlos en plazas de poca responsabilidad.

Aunque no lo sepa nadie, hoy en la plaza de Sangüesa, hemos presenciado  una corrida de toros del Siglo XVIII o del XIX y la lidia de una reliquia, de un atavismo, toros de “casta navarra” ya extinguidos desde hace casi un siglo; sus padres eran animales auténticamente salvajes igual que mitológicos uros;

su sangre venía directamente de otros tiempos y eran una estampa recreada de los antiguos toros navarros.

Estos toros merecían haber lucido el hierro de las dos C contrapuestas de Carriquiri o el pial de Zalduendo,  Lecumberri, Guendulain, Poyales o Perez de Laborda o el de tantos otros ganaderos de la Ribera navarra y tenían que haber sido tentados en los antiguos e inmensos sotos del río Ebro o en la Bardenas solitarias y misteriosas.