Se habla mucho de la variedad que representa la fiesta brava por la diversidad de encastes y por tanto, de comportamientos del toro bravo.  Sin duda, cada ganadero imprime su sello en sus toros y esa variedad se completa con los diversos estilos con que los toreros, hacen su labor en los ruedos.

Pero, viendo (gracias a la tecnología) tantas corridas como la televisión nos trae, hemos comprobado que, esa variedad tan importante; se da también en los públicos.

Hace pocos días “asistíamos” a los famosos San Fermines, la Feria del Toro la llaman y es cierto; ahí se lidian toros importantes, complicados.  Animales de aquellos que ponen a los toreros en su lugar, pero; el público en su gran mayoría está, a otro aire por lo que, apenas si lo notan.

Es costumbre la merienda y que quede claro no la criticamos, lo cual, no implica que la comprendamos porque; mientras la gente se aplica a saborear los manjares traídos desde casa, hay un hombre en el ruedo, jugándose la vida con animales especialmente peligrosos.

Mucho de las faenas, en líneas generales, es apreciado únicamente por los pocos aficionados que se aposentan en los graderíos de la plaza pamplonica, los demás suficiente tienen con beber vino, cantar El Rey o La Chica Yeyé y la verdad es que, a pesar de los años que llevamos viendo toros desde Pamplona, aún no logramos acoplarnos a la particular forma de ser de esa plaza y su gente.

Cabe aclarar que admiramos los constantes llenos de esa plaza, el buen manejo que desde lo taurino, la importancia de lo que allí sucede.  Pamplona ha sido, es y será una plaza muy importante en la que, todo lo bueno está condimentado por las cosas poco taurinas que ocurren en sus graderías ahora hay que aceptar que, es su personalidad por lo que, hay que aceptarla.

Ahora, hemos visto dos días de toros desde Mont de Marsán en Francia y más allá de la seriedad y dureza de las ganaderías de Victorino Martín y Miura, de la entrega, técnica y voluntad de triunfo de los toreros; nos ha sorprendido la cultura taurina de los asistentes.

Tras la algarabía de Pamplona, ver un público que asiste a la corrida con el respeto con el que se asiste, por ejemplo a una obra de teatro; manteniendo respetuoso silencio hasta que el torero termina su tanda o se cambia el tercio, es una sorpresa más que grata.

El ver a toda una plaza al unísono, comprendiendo y valorando la labor de los subalternos, celebrando de pié, algo tan  menospreciado en la mayoría de plazas de otros países como es la suerte de varas o, aplaudiendo a rabiar un buen par de banderillas es un espectáculo edificante.

La plaza entera comprende cada tramo de la lidia, mira en silencio y con atención todo lo que ocurre en la plaza, no se pierde matiz de lo que ocurre, dicho con más claridad y contundencia, “saben ver toros”.

De ahí que en esa plaza triunfen los toreros prácticamente sin toro, es la consecuencia lógica de una plaza taurinamente culta que valora los problemas y cualidades del toro y comprenda el valor de lo que cada torero hace con cada toro.

Estos dos días desde Mont de Marsán en Francia nos han llenado el alma de la más sana de las envidias y nos han dejado con la ilusión o quizá más bien el sueño de que, al menos en las dos plazas importantes que aún subsisten en Ecuador se pueda llegar a educar los públicos para que un día, no muy lejano; sean consideradas ejemplo de saber y apreciación taurinas.