Anda al aire de su copla, el hado complacido templa la cuerda de su vida para que tenga el alma siempre alerta. Afina el tacto, el espíritu, y torea con exposición de su propio ser la corrida de la Prensa de Madrid, el 10 de julio en Las Ventas, mano a mano con Juan Belmonte. A «Cenicero», toro de la ganadería de don Anto­nio Pérez de San Fernando, auténtico mensajero celeste, que se somete a la armonía que impone el torero esa tarde, en que anda más certero que nunca. El astado, como un espejo a la alegría, acepta la cita y acude pastueño para sorber el jugo de la fragante pulpa de series muleteriles, procurando merecerlas con su clara embestida, al tiempo que pone un hito en el destino del torero. La afición, sorprendida, entusiasmada, orgu­llosa de aquella torerísima y clásica donación de arte y gracia en la que el diestro gozándose asimismo les había ofrecido, le concede las dos ore­jas. El espada sonríe victorioso, encumbrado, cuando abandona la Monu­mental de Las Ventas. Ese año se siente enrachado, presente, vivo, prodi­gio puro. Sobre el ruedo de Vitoria, frente a una corrida de Galache, cane­la fina en la embestida, con Vicente Barrera y «Manolete», «Gallito» torea como si sólo la belleza del toreo le importara. Es el sustento de su felici­dad. Corrida memorable en la que se concedieron orejas, rabos y patas, de cinco de los seis toros lidiados.

 

En 1942, da el salto a América y torea en Venezuela y Colombia con honorarios muy considerables, contratado por el taurino sevillano Andrés Gago, representante de la empresa. Buen torero, buena planta buen estilo, queriéndose gustar, aunque en ocasiones medroso ante los toros, este Ortega Gómez heredó, sólo en parte, las glorias de los Gómez Ortega. Dentro del balance desigual de actuaciones a través de su carre­ra taurina, en 1942, torea 37 tardes, 19 en 1943 y 11 en 1944. Este año le llega la llamada de México lindo y México torero. Va contratado para cua­tro corridas y torea dieciocho. La ruptura del convenio entre las torerías hispano-mexicanas le priva de volver los dos años siguientes. Durante la temporada de 1945, sólo interviene en dos corridas y en 1946 en nueve; la irregular trayectoria tiene su punto álgido el 15 de mayo de 1947, en el ruedo madrileño de Las Ventas.

 

Desafortunado, desconfiado, recibe los tres avisos presidenciales y el toro retorna al corral, es su «canto del Gallo». Todo cuanto prometía y se vislumbraba en sus comienzos se dilu­ye paulatinamente como terrón de azúcar en un vaso de café, por su abu­lia torera incorregible. De larga estirpe taurina, tuvo la difícil virtud de definir la gracia. Inefable don, que como la elegancia, cuando se tiene, se derrocha y cuando no, es inútil tratar de adquirida. La gracia es reflejo de alegría pura, antes de seguir hay que advertir que tener gracia no es ser gracioso. Los graciosos van directamente a la risa y como saben que lo son, explotan la condición. La gracia, virtud innata, está siempre pre­sente y está sin estar, como los buenos banderilleros en el redondel. La gracia, en el toreo, es la esencia del arte de torear, el resto son las nor­mas. Quien tiene gracia no rehuye el peligro, lo salva con un requiebro.

 

Cundo el torero se entrega a la suerte y la realiza con sentimiento y gra­cia, adorna el lance, salva el trance y se crea lo bello. Esto no se aprende, se nace con ello. Rafael Ortega Gómez «Gallito», tuvo siempre gracia y la derrochó en el ruedo y fuera del ruedo, lástima que no alcanzase y man­tuviera el puesto al que estaba obligado en tauromaquia por la raigam­bre gloriosa de su estirpe.

 

De ardiente entraña, convocado al frenesí del éxito, quedó en el mis­terio de la sombra del mismo. En sus ojos saltaba el bravío soñar con los anchos espacios en la lejanía y el delirio de los impulsos, pero sin saber por qué desfallecía su brío. Él mismo, desconocía sus límites, cuando furioso, en su juventud, sediento de triunfo engendraba sentimiento, pal­pitaban esplendores, en un momento aniquilaba todo, vencido en el cír­culo estrecho de una agonía sin lucha. Negligentemente abandonado el ancho espacio que debía tutelar, las estrellas lloraban rocío por su derro­ta y se teñía el crepúsculo en los ruedos. Se le fue alejando el tremolar de las banderas blancas de los pañuelos y el testuz humillado del toro imposible frente a su toreo de estampa clásica y artística, abierto el caño de sus venas cañíes.

 

Decidor, ingenioso, como su abuelo materno, el payo Fernando «El Gallo», explicó con gracia esa prudencia suya ante los toros, que tanto le ató para escalar la cumbre del toreo hasta donde pudo haber llega­do. En cierta ocasión va a visitar a un compañero herido de una corna­da, presencia la cura que le hacen, y al ver aquella rotura hecha en la carne exclama: «Un agujero así, no me lo dejo hacer yo ni en el capote de brega».

 

Su precaria vida torera se fue prolongando con tres corridas en 1947, cinco en 1948, dos en 1949 y hace mutis por el foro en 1951, tore­ando su último festejo en Sanlúcar de Barrameda con Cayetano Ordóñez «Niño de la Palma» (hijo) y el hermano de éste, el extraordinario Antonio Ordóñez.

 

Envolvió y acunó su derrota alternando en las tertulias de café, tore­ando algún festival, colaborando con las empresas como veedor de toros en las ganaderías..Alejado del oscuro toro que pudo con su duende, aho­ra, en el cercado de las dehesas pone su inteligencia para evitar que los odios, punta a punta, en los cuernos, fueran embarcados para las plazas. Busca astados de buena nota y de su saber taurino se beneficia más de una figura del toreo, quizá menos figura de lo que él estuvo predestina­do y no alcanzó.

 

«Malhaya» sea esa misteriosa galvana traicionera que se apodera de algunos artistas y buenos toreros, como Rafael Ortega Gómez «Gallito», que pudo ser, y no fue torero cumbre por la gracia de un diven.

 

Su existencia se cortó en 1989. Un mes de mayo tuvo que ser.