Me gusta recordar a mis amigos. José Marí Recondo era amigo mío y no sé por qué lo recuerdo cuando, casi a diario, veo en la televisión los desfiles de modelos. Y hace tiempo que comprendí que no era por los leves trazos de la lencería lucida por mujeres bellísimas, esculturales, a imagen y semejanza de Josefina Baker, Noemi Campbell en versión moderna, y levemente disimuladas por transparencias de sedas o encajes pero sin tiempo para mayores fantasías. Un día me sorprendí a mi mismo con la lógica explicación: “Belmontito de Donostia” había prometido morirse sin asistir a una corrida de rejones y yo me juro a mi mismo que en mi vida asistiré a un desfile de modelos. ¿Para qué sirve un desfile de modelos?

 

Y de sorpresa en sorpresa, me encontré el pasado 21 de febrero con una carta de de don Javier Guajardo al director de ABC en la que, en cuatro palabras, desmontaba la campaña en contra de las corridas de toros por parte de los ecologistas verdes y abortistas. Si tanto protegen la naturaleza, a los animales y sus especies ¿cómo pueden pedir la supresión de las corridas que son la garantía de la supervivencia del toro bravo? Donde se dejaron de correr toros desaparecieron los herederos del uro. Y en el otro aspecto, en el del dolor del toro en su lidia, el señor Guajardo, que no sé si tiene algo que ver con las Termas de Alhama de Aragón, preguntaba a los abortistas por el sufrimiento del feto. Al toro de lidia se le alarga la vida más allá de la que gozan sus hermanos cárnicos y nada digamos de su placentero disfrute en la libertad de las grandes dehesas. Ni citaba a Teseo,  Goya, García Lorca u Ortega y Gasset. Solo a la realidad indiscutible de la existencia o no existencia de un animal tan impar como el toro bravo, tan digno de supervivencia como el lince o el águila imperial.

 

Otra sorpresa: el otro día, por aquello de los “Goyas” de los premios del cine, me enteré en  el suplemento de El Mundo que una mayoría de expertos del Museo del Prado, en caso de incendio, salvarían de la quema de la pinacoteca nacional entre los cuadros del titular de esos premios  el que ni siquiera se ponen de acuerdo los expertos en ponerle título. Unos le llaman “El Perro”, otros “Perro” o”Cabeza de Perro” y, los más, “El  Perro Semihundido”, se supone que en el agua, o “Seminenterrado”, parece que en arena. Es lo que me pasa a mí cuando me encierro en el granero donde guardo mis papeles taurinos. Me hundo o entierro, me pierdo entre muros de papel y libros que pesan como piedras, fotos, dibujos y baratijas. Es el gran saco de mis recuerdos que todas las semanas me propongo ordenar. En ese intento me encontré con unas páginas de la revista “La Actualidad Española” del 15 de junio de 1975, en las que José Luis Quintanilla firmaba un reportaje que titulaba “Por qué tenemos miedo”  y en el que respondían  a la pregunta Curro Romero y Rafael de Paula, que habían toreado mano a mano en la feria de San Isidro de aquel año sin más consecuencias y que dos días después, el 18 de mayo de ese mismo año, en Barcelona, Paula se negó a matar un toro y fue propuesto para una sanción severa: la inhabilitación por seis meses, se supone que en la provincia de Barcelona, no en toda España. Años antes, el 25 de mayo de 1967, Curro Romero, en Las Ventas, se negó a matar un sobrero de “Cortijoliva” que salió al ruedo en quinto lugar en una corrida de Higueros en la que Rafael Ortega cortó las dos orejas del primero y una del sexto Sánchez Bejerano, éxitos que se esfumaron en el olvido mientras que a Romero se lo llevaban a la Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol y García Candau se disfrazaba de camarero del bar Correos y  llevaba la cena al de Camas a la mazmorra y le hacía una jugosa entrevista. Noche de inquietudes, pero, al día siguiente, Curro salió de los calabozos, se vistió de torero para hacer el paseíllo en la Monumental madrileña y lidiar seis toros de Benítez Cubero con Diego Puerta y Paco Camino, sendas orejas para Diego y Curro en sus toros y dos orejas para Paco en el tercero y la salida a hombros de los tres sevillanos por la puerta grande. El gran contraste. Como años antes sucedió con la corrida de “El salario del miedo” en la que actuaron Pepe Luis, Antonio Bienvenida y Julio Aparicio. En recuerdo de otros tiempos citaré lo ocurrido en Valencia en los años 30 con Domingo Ortega y Victoriano de la Serna. Un gran éxito del de Borox y el doctor de la Serna que le dijo al triunfador “Paleto, no te hagas ilusiones; mañana los periódicos hablaran sólo de mí”. Salió el sexto toro, Victoriano se sentó en el estribo y allí esperó a que le tocaran los tres avisos.

 

Cosas que pasan en este espectáculo tan impredecible como es la corrida de toros.

 

José Luis Quintanilla, que iba a los toros con Jesús Bernal, gran ilustrador, redactor jefe de “La Actualidad Española” y con carteles premiados para la Beneficencia madrileña, comienza su relato en busca del miedo con una anécdota de Juan Belmonte y Rafael el Gallo en su tertulia sevillana. Asegura Quintanilla que Juan le repetía a Rafael lo de sus espantadas y el miedo que las provocaba. El gitano de los Gallo lo explicó con un supuesto muy humano: una madre va con su hijo en brazos y de pronto alguien grita ¡Fuego! La mujer sale corriendo agarrando fuertemente a su hijo. En las mismas circunstancias alguien advierte la presencia de un toro bravo; la mujer suelta al niño y huye alocadamente. Ese es el miedo al toro.

 

Paula fijaba más esa sensación en su desconfianza física, en la limitación de movimientos, la impotencia y sostenía la teoría de que a él no le cogían “los toros con intenciones asesinas”. “Sí, de acuerdo. Soy gitano y tengo miedo. Pero no tengo más miedo que cualquier torero payo”. Es muy difícil definir el miedo y calibrar su intensidad. El miedo nace en la inteligencia, en el saber. El valor es la superación del miedo a pesar de esa inteligencia. Muchos toreros han superado los momentos difíciles en base a su técnica,  aunque en el caso de Paula y en el de Romero, en este menos, el oficio sea un mero supuesto, sobre todo en el momento cumbre de la estocada. Los escándalos han sido parejos, pero el de Camas era más hábil en la resolución de los conflictos aunque las furias desatadas fueran muy similares.

 

Curro Romero aseguraba que “toreando a mi gusto me he quedado sordo” y que los toros que mejor recuerdo le habían dejado en su vida era uno de Galache en San Sebastián y otro de Juan Pedro en Granada. Su ideal era torear en Sevilla porque se escucha torear, a las cinco de la tarde, un toro del Conde de la Corte y Manolo Caracol  en el tendido cantando “seguiriyas”. Es posible que, años después, hubiera preferido a “Camarón”. “El  miedo desaparece cuando estás toreando a gusto”. No confundir el genio con la bravura”. “El toreo es arte y requiere inspiración”. Lo difícil es que coincidan todos los elementos y surja el prodigio fugaz y resplandeciente, privilegio de unos pocos. Por eso perduran Curro y Paula, dos perchas literarias, como decía Bergamín y repetía Manolo Cano, apoderado que fue del camero y gran escuchador taurino.

 

Yo soy “romerista”, lo de “currista” me suena peyorativo, conocí al hombre en una cafetería de Madrid en la calle Marqués de Valdeiglesias, una de las primeras del grupo “California”, y lo vi por primera vez en una novillada en Alicante (¿1956?), en la que también actuó Victoriano Valencia, más joven que yo en las biografías pero porque se quita años. En la nueva revista de 6 TOROS 6, en la que se nota la mano más taurina de José Luis Ramón, Victoriano confiesa que sus toreros preferidos fueron Antonio Ordóñez, a pesar de sus agudas  polémicas profesionales,  y Antonio Bienvenida, por  su naturalidad. Parece que en estos tiempos se busca lo complicado, lo barroco. En julio de 1982, el mejor cronista de toros de muchos tiempos, Ignacio Álvarez Vara, en Cambio 16 publicó un artículo que titulaba  “Mi Curro ya no es mi Curro” en la que se refería a una corrida celebrada en Madrid el 26 de mayo de ese mismo año con tres toros de Núñez Hnos. y sendos de Juan Pedro, José Luis Osborne y Sepúlveda y la grata compañía de Paula y Pepe Luis Vázquez hijo. En el cuarto toro de Núñez se armó el escándalo y Curro se mantuvo al margen excepto cuando se cambió el tercio de varas y le pidió a su picador Diego Mazo que prolongara el castigo. Cuando el picador se iba de la plaza le tiraron botes de cerveza mientras el ruedo se cubría de toda clase de objetos, incluidas las contundentes almohadillas venteras, rollos de papel higiénico y orinales que en Andalucía llaman escupideras. Malas lenguas aseguraban que los rollos y los orinales los vendía el propio Gonzalo Sánchez, el famoso “Gonzalito”, mozo de espadas y buen intérprete del fandango de Huelva. Es posible porque resulta difícil creer que alguien vaya a los toros con los rollos y los orinales debajo del brazo y que, tras la bronca, algunos exigieran la devolución del recipiente mingitorio arrojado. Al final de la corrida, Curro aguantó impertérrito la amenazante lluvia de objetos y abucheos, gritos e insultos, pero al llegar, al patio de caballos, unos quinientos exaltados querían tomarse la justicia por su mano. El torero se refugió en un despacho de la entrada a chiqueros, una hora y media después de terminada la corrida, le trajeron ropa para cambiarse y le llevaron hasta el patio del desolladero y de allí salió en coche hacia su casa para marchar a Nimes, en donde actuaba al día siguiente.

 

Los juicios de los críticos de entonces fueron de lo más despiadados, incluso el de Juan Posada pese a su condición de matador de toros: “No, eso no es el toreo”. Alfonso Navalón: “Una cobardía sin límites como torero inepto”. Vicente Zabala:”El número de la inhibición”. Joaquín Vidal: “Franciso Romero, alias “El Curro”, fue declarado reo de lesa traición a la fiesta del plebiscito”. Zabala y Vidal eran “curristas” y hasta el prudente José Antonio Donaire le apodó “Curro Camelo”. Pero hubo un apunte irónico por parte de Jorge Laverón: “Que en esta feria de pegapases salga un torero como Curro que no pega ni uno solo, me parece admirable: un oasis en medio de tanta vulgaridad”.

 

El caso es que Romero se mantuvo ocho años más en activo, hasta el 22 de octubre del año 2000, fin del siglo XX, después de más de cuarenta años de actividad y alrededor de 900 corridas. No era hombre de torear todas las tardes. “Eso no es torear; eso es trabajar”. La despedida tuvo lugar, tras la fallida Feria de San Miguel, en La Algaba, en un festival mano a mano con Morante de la Puebla, torero más completo que Curro y Paula, puede que menos genial. Los dos, el de La Puebla y el de Camas, habían tenido sus diferencias con el hijo de Canorea, Eduardo, y Romero se malició que las cosas no iban a marchar como con el reciente difunto Diodoro y sin Sevilla, pese al fervor no evaporado de los madrileños por escándalos e ignorancias, el porvenir se predecía nublo del todo. No fue el miedo, no.

 

Aquel mismo año 2000, el 18 de diciembre, en Salamanca, José Tomás se negó a matar al segundo toro de Pedro y Verónica Gutiérrez, y al año siguiente, en Madrid, el 1 de junio, oyó los tres avisos en el quinto toro de Adolfo Martín. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra.

Hablo de toreros porque desde Zaragoza no puedo hablar de otra cosa. Estamos en el limbo empresarial.