Fuente: deltoroalinfinito.com

Entre el muchacho de “Los Labraos”, que así se llamaba la aldea en la que nació, y el que suscribe surgió una mutua y sincera amistad que todavía perdura, se amplió a ambas familias y morirá con nosotros.
Por: Paco Mora
Han pasado más de setenta años desde que se hizo la fotografía que encabeza esta añoranza de los años jóvenes de un muchacho que iba para torero grande y este junta letras con pujos de periodista. El fotógrafo fue un madrileño que recaló en Albacete al calorcillo del gran ambiente taurino que se respiraba en la ciudad manchega por aquellos tiempos, le llamábamos “El Percata” porque siempre terminaba sus peroratas con un “¿No te percatas?”. Pedro tenía dieciocho años y este servidor de ustedes dieciséis. Ha llovido desde entonces…Y no siempre a gusto de todos.
Perico estaba empeñado en ser torero y ya había pateado todas las capeas de las provincias de Albacete, Cuenca y parte de las de Valencia y Jaén. Ya había probado Pedrés su valor a prueba de bomba, y este que firma daba los primeros balbuceos a una afición que le duró hasta que ya vestido de luces constató que los toros hacían daño de verdad. Entre el muchacho de “Los Labraos”, que así se llamaba la aldea en la que nació, y el que suscribe surgió una mutua y sincera amistad que todavía perdura, se amplió a ambas familias y morirá con nosotros.
La instantánea está realizada en una huertecilla que tenía el padre del torero a la orilla del “Río Piojo” en la que Pedro y quien esto firma eran capaces de segar un bancal de alfalfa en un par de horas, que era el peaje que le hacía pagar el padre para dar vía libre a su entrenamiento. Así es como más de una vez nos ganábamos, hoz en ristre, el permiso para dibujar muletazos al aire, soñando con plazas de nombre y trajes tabaco y oro. ¡Ay si la “remendá” hablara! La “remendá” era un pingajo de muleta de vieja franela, con más remiendos que el refajo de la tonta de la Gineta; aquella que tiritaba en los portales de Albacete, gimiendo mientras caían copos de nieve como la palma de la mano: “¡Ay qué lástima de mi verano!”.
Ambos tomamos caminos diferentes pero incluso siendo figura del toreo, Pedro me llamaba cuando estaba anunciado en Barcelona, donde mi familia se trasladó años después, y pasábamos ratos impagables, rememorando nuestras aventuras de maletillas sin tabaco pero con el corazón repleto de esperanzas. En nuestro primer encuentro, tras iniciar yo mi vida periodística, recuerdo como si fuera cosa de ayer que me abrazó y me dijo, “yo sabía que encontrarías tu auténtico camino, que no era el toreo, aunque hayas quedado en un buen aficionado”. Nunca le agradeceré bastante aquellas palabras llenas de afecto.
Ahora, un estúpido accidente le tiene varado en un sillón. Su mujer Teresa, su hijo Pedrito y su hija han hecho de cuidarle una auténtica religión. Pedro no habla pero la mirada profunda de sus ojos lo dice todo.
Y yo no quiero verlo porque prefiero recordarlo como aquel mozallón, serio, formal, entrañable y bueno de nuestros años mozos. Dios te guarde Perico, y a mí que me dé fuerzas para aguantar lo que me tenía reservado…