Así aconteció pues con la cita fallida de los Miura anunciados para Luis Miguel Dominguín en la primera feria en 1952, y que un brote de fiebre aftosa impide acudir a su cita con la afición nimeña. El lote murubeño de Urquijo que sustituye a los de Zahariche propicia el triunfo sorpresa del maestro de la Isla de San Fernando, Rafael Ortega.

El año 1958 consagra unos de los coletudos predilectos de la capital del Gard: Antonio Ordóñez. Su Tauromaquia asombra al respetable aquel lunes de Pentescostés con toros de Carlos Núñez. Anécdota curiosa, 60.000 testigos afirman haber presenciado su recital al natural a Matajacas, del hierro de Juan Pedro Domecq, el 7 de agosto de 1960. Muchos lo habrán soñado, por eso quizás, estaban ahí. Este cariño, el rondeño se lo gana en el ovalado ruedo nimeño en cada uno de sus actuaciones, a veces con clamorosos triunfos, algunas otras con sonoras broncas o polémicas, en definitiva hilvanando una privilegiada y apasionada relación con la afición local. Pero Ordóñez siente además auténtica devoción por la vecina Camarga, que le cautiva hasta tal punto que pide, y así se cumple, que parte de sus cenizas reciban descanso eterno en la marisma gala.

La prematura y trágica desaparición de Manuel Jiménez Díaz no permitió que su toreo de arrojo y valor hiciera vibrar los tendidos más que en la década de los 50, con un destacado triunfo de Chicuelo II en la feria de 1959, en vísperas del accidente. Su recuerdo se perpetua con la banda de música de la plaza que adoptó su apodo, a la postre un precioso homenaje al diestro manchego.

El fenómeno Benítez ante todo conmueve en su presentación en el ruedo de Nimes en junio de 1962, maltrecho por una sucesión de revolcones sin consecuencias que no terminan de convencer a las gradas. Pero él de Palma del Río cambia la moneda y enloquece a propios y extraños, a neófitos y confundidos eruditos, en una tarde de mayo de 1964 que revoluciona una plaza en éxtasis cordobesista, que acaba entregándole orejas, rabo y pata de un Juan Pedro en medio del delirium tremens.

Las facultades y la facilidad de Paquirri siempre cosecharon el respeto de la afición nimeña. Quizás no lograse las cuotas de fervor de otros diestros de gran afinidad con esta plaza, pero siempre se le tuvo en un lugar de destacadas consideración y admiración, intuyendo y comprobando tarde tras tarde su capacidad lidiadora y su mente privilegiada que hicieron que le valiesen tanto toros para triunfar, ofreciendo gran número de tardes redondas a este público.

Otro torero consentido, verdadero santo y devoción de esta plaza ha sido y sigue siendo Paco Ojeda. En muchos prendió la llama de la afición una tarde de Pentescostés de 1983 cuando el toreo instintivo del sanluqueño, vertical y firme en la cercanía de los pitones embrujó a los tendidos en un mano a mano con Emilio Muñoz que saldó con cinco orejas y un rabo. Su encerrona en la Vendimia de la temporada siguiente consagraría su condición de torero predilecto en Nimes, donde, todo hay que decirlo, la ingeniosa y atrevida programación de Simón Casas propiciaría su consagración definitiva, logrando con los años y sus respectivas hazañas, reaparición incluida, una mayoría absoluta de incondicionales al Ojedismo en este coso, un ruedo convertido en feudo y al cual el gaditano salió siempre con una entrega y una predisposición especial.

Por supuesto la figura de Nimeño II es de ineluctable evocación al referirnos al coso de Las Arenas. En el recayó el peso, pero también el mérito el orgullo y el honor de ser el primer espada galo de significada proyección en este difícil mundo del toro. Y lo hizo, el y unos cuantos más también es justo mencionarlo, en una época que no ofrecía más que obstáculos a los noveles del país vecino, juzgados todos ellos a priori, y por la propia afición francesa, con un rasero más riguroso que el que servía para medir a los compañeros ibéricos, porque para ser torero había que ser español, esta era la dura realidad de la mentalidad de entonces, la verdadera alimaña con la que luchaban los aspirantes galos, sin medios, sin apoyo como las escuelas taurinas, y tan poquito voto de confianza por parte de los profesionales y del público. En Nimes se recordará especialmente su presentación con caballos en mayo de 1975, rivalizando sin complejos en una novillada nocturna de Matías Bernardos con la gran promesa de aquel escalafón, el aventajado alicantino Luis Francisco Esplá. Manolo  Chopera se fijaría entonces en Nimeño para hacerse pronto cargo de su carrera. La cogida de Víctor Mendes en el arranque del mano a mano programado en la feria de 1989 improvisa la tarde de mayor trascendencia de Nimeño II ante sus paisanos. Tarde épica en solitario, imprevista encerrona que el tezón de Christian resuelve con asombrosa resolución e insospechada capacidad. Resulta cogido, pero sigue. Se niega a otorgarse un descanso entre toro y toro como le sugiere la presidencia. Mermado, banderilla a pesar de la negativa general, y se crece exhibiendo un toreo depurado en el último tercio de cada uno de los ejemplares del corridón de Guardiola de aquella tarde para los anales de la historia de esta plaza, cuya afición se rinde y reconoce la dimensión verdadera del espada francés. Christian mostró la senda y fue el pionero que hizo creer en los toreros oriundos de este lado de los pirineos. Con él se fraguó la eclosión, la valoración y el reconocimiento de los coletudos galos. La cuidad de Nimes le tributará un emotivo homenaje cuando en mayo próximo se cumpla treinta años desde que su padrino, Angel Teruel, le cediera los trastos para doctorarse con Elegante de Torrestrella, parece que fue ayer.

 

 

 

 

 

Juan Silva Berdús

Musicólogo