Fuente: César Cervera. El Debate. Deltoroalinfinito.com
No es cierto que Bonaparte abriera la puerta al progreso y a la libertad en España, sino más bien a la muerte. La separación entre patriotas y afrancesados preconfiguró una lluvia de guerras civiles.
El ministro Talleyrand, hombre astuto como una serpiente, en una grave ocasión le advirtió a Napoleón Bonaparte sobre los límites de la fuerza: «Con las bayonetas, sire, se puede hacer de todo, menos una cosa: sentarse sobre ellas».
En el imaginario español existe una creencia muy extendida, sostenida por importantes intelectuales, de que, en el Concilio de Trento, España se equivocó de Dios y que en la Guerra de Independencia se perdió la ocasión, ofrecida por José I, de homologarse con el resto de Europa. Bajo este prisma, la historia de España ha sido una sucesión de ocasiones perdidas… De manos tendidas desde el exterior para salvarnos de la inmundicia nacional, que han sido desechadas por soberbia e ignorancia patria.
Sobre la primera cuestión, basta decir que en Trento no se escogió Dios alguno y que, en cualquier caso, resulta falsa esa idea de vincular progreso científico y económico al Dios protestante, y decadencia y atraso, al católico. En cuanto a la gran tradición de afrancesados que sigue existiendo hoy en ciertas élites intelectuales, lo primero es recordar que, efectivamente, sobre las bayonetas no hay manera de sentarse. Por muy buenas y reformistas intenciones que aparentaran traer, los Bonaparte no tenían la prosperidad de España, de Holanda o de los distintos reinos italianos ocupados como su prioridad. No era su horizonte. Su objetivo era engrandar a Francia, concretamente al imperio de Napoleón y, solo una vez que la prosperidad de su país y su familia estuvieran garantizadas, se preocuparían por el bienestar de los demás Estados. Que en las guerras napoleónicas murieran millones de personas da buena cuenta de lo que les importaban las vidas de los europeos.
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Creer que España perdió una ocasión de oro al expulsar a José I y que por eso el siglo XIX fue tan catastrófico para el país es bastante cándido, muy propio de una nación de Quijotes, y se sostiene sobre un argumento tramposo de base. Una de las principales razones de lo turbulento que fue ese siglo para España no está relacionada con rechazar a los franceses, sino precisamente con que aparecieran con sus bayonetas por los Pirineos. La Guerra de Independencia supuso un punto de inflexión en la historia del Imperio español, un cataclismo en muchos sentidos. La caída del Estado que había gobernado con bastante estabilidad a los dos lados del charco durante tres siglos tuvo consecuencias terribles.
El conflicto se saldó con un importante descenso demográfico en la península (un territorio ya de por sí castigado), los territorios americanos camino de la independencia, el patrimonio artístico barrido por los franceses, los huesos del Cid Campeador literalmente desperdigados por media Europa y una enorme recesión industrial y científica de la que tardaría en salir España. El segundo mayor telescopio del mundo, que estaba en lo que hoy es el parque del Retiro, fue destrozado por los franceses, mientras que los aliados británicos aprovecharon su paso por la península para bombardear fábricas que competían con sus productos.
No es cierto que Bonaparte abriera la puerta al progreso y a la libertad en España, sino más bien a la muerte y a la fractura entre paisanos. La separación entre patriotas y afrancesados preconfiguró la lluvia de guerras civiles que estaban por caer sobre uno de los países europeos que, hasta el siglo XIX, menos contiendas de este tipo habían registrado en su historia. Si el nefasto Fernando VII se convirtió en un mito viviente fue por culpa de la guerra, y si regresó fue porque en principio lo permitió Napoleón.
La separación entre patriotas y traidores
José I, incluso rodeado de españoles bien intencionados y de gran formación, era un invasor sin capacidad de garantizar la independencia del país y cuyas reformas, algunas muy acertadas, estaban más pensadas en clave de atraerse a un grupo de simpatizantes que de buscar la prosperidad de la nación. En cuanto las cosas empezaron a venir mal dadas, su hermano Napoleón anexionó de golpe Cataluña al Imperio francés, como si España fuera su finca particular, y actuó como el conquistador que era.
Pocos lo entendieron tan bien como Jovellanos, gran seguidor de la cultura francesa pero muy celoso con la soberanía de su país, cuando se negó a formar parte del Gobierno josefino y descartó que Napoleón quisiera realmente «regenerar» España: «Seamos sinceros. ¿Cree Vm. que es esto lo que quiere Napoleón, o quiere sólo levantar un trono para su familia? […] si sólo trata de hacer feliz a España, ¿quién es el que le llama a tan sagrada y benéfica función? ¿Quién le ha dado derecho para ingerir en ella? […] ¿España no sabrá mejorar su Constitución sin auxilio extranjero?», escribió el sabio asturiano en una carta al afrancesado Francisco Cabarrús.
¿España no sabrá mejorar su Constitución sin auxilio extranjero?
Gaspar Melchor de Jovellanos, político
El tiempo de perseguir o pedir cuentas a los afrancesados, de separar a España entre patriotas y traidores, quedó atrás hace siglos, lo cual no significa que haya que seguir sacralizando la elección de los afrancesados o elevando a la categoría de paraíso cada ocasión en la que España ha sufrido alguna invasión o interferencia extranjera. Para los españoles que, a base de leyenda negra en vena, se han convencido de que el país tiene un pecado original, que es diferente, anómalo, la única salvación siempre está fuera.
Sin embargo, no se ha descubierto aún una medicina que cure bombardeando y pisoteando al paciente. De hecho, no se conocen naciones con una historia tan intachable como para permitirse imponer lecciones o modelos a sus vecinos.