Conocí a Enrique Cid, «Quique», para los amigos, durante mi larga estancia en Barcelona. Un extremeño como yo; tan buena persona como buen arenero, con el que pronto intimé por aquello de mi desmedida afición a los toros. La suya, era, si cabe, mucho mayor, lo que hizo que algunos años atrás, valiéndose de una buena recomendación, entrase a formar parte de la nómina de areneros de la monumental plaza de toros barcelonesa.

 

Cada mañana de corrida, a las once en punto, ya andaba el bueno de «Quique» brujuleando por el patio de caballos a la espera de que llegase la hora del apartado de las reses que habrían de lidiarse por la tarde; y dos horas antes del comienzo de la corrida, ya andaba a vueltas con la rutinaria tarea de cambiar sus ropas de calle, por su atuendo de arenero; pantalón azul, blusón verde botella y rojo corbatín, en el que prendía una pequeña medalla de su querida Virgen de los Remedios, Patrona de su natal Fregenal de la Sierra, la «majarí» gitana idolatrada y venerada por toda la gitanería, no sólo de España, sino de muchos rincones del mundo.

 

Un oficio, el de arenero, que no sólo permitía a «Quique» ver hecho realidad el sueño más grande de su vida ; el sueño más preciado de cuantos pudiera imaginar, sino que le permitía estar cerca, muy cerca, de los hombres que vestían las ricas y bien bordadas sedas toreras, amén de proporcionarle la oportunidad de poder gozar, muy directamente, de los muchos y variopintos entresijos de la corrida.

 

Cada tarde, a las cinco en punto, entre las ricas sedas bordadas con oro y plata, sus toreras zapatillas echaban a andar tras la torería, al compás del garboso pasodoble. Andaba con donaire y mucho señorío; caminaba tras las cuadrillas con auténtico empaque torero. Posiblemente con más garbo y torería que muchos de los toreros, o al menos, a mí me lo parecía. Además de su buen «aire torero», sus poblabas y bien acicaladas patillas, le daban cierta prestancia y ese tinto rancio de torero dieciochesco.

 

Cada tarde, desde el burladero de areneros, era testigo de excepción y privilegio de todos y cada uno de los muchos y variados detalles y matices que se dan cita en una corrida: el miedo, la pasión, la emoción, el triunfo, el fracaso… ¿Y cómo no?, la tragedia. ¿Quién dijo que son alegres los toros?, solía decirme, cada vez que un hálito de tragedia se vivía en las arenas del coso barcelonés.

 

No le faltaba razón al bueno de «Quique». La alegría, ciertamente, domina el espectáculo, pero en un instante; en un momento, porque así lo dispone el trágico destino; porque así lo requiere el infortunio y la fatalidad, el inmenso cuadro de dolor, vida, sol, alegrías y caras bonitas, que es la corrida, adquiere, súbitamente, un tinte sombrío. No es rara la tarde en la que un angustioso y desgarrador grito recorre todos los rincones del graderío. No es la rara la tarde en la que el cuerpo mocito y juncal de un gladiador del toreo, embutido en sedas y caireles, no sea alcanzado por los buídos pitones de la fiera; zarandeado y volteado horrorosamente para ser lanzado, finalmente, sobre el dorado albero, como si de un guiñapo se tratase. ¿Quién dijo que son alegres los toros?. ¿Quién?

 

La escena, por repetida, la había presenciado el bueno de «Quique» infinidad de veces, incluso llegaría a ser testigo de las cogidas mortales del banderillero Mariano Alarcón, del picador «Salitas», del novillero Rafael Martín, «El Zorro», y, mas recientes en el tiempo, de las de Joaquín Camino y del portugués José Falcón. «Quique» sentía, cada tarde de corrida, esa rara y extraña sensación, mitad desasosiego, mitad emoción, que imagino deben sentir los toreros y todo aquél que se encuentre próximo al portón de cuadrillas, mitad luces y mitas sombras. Ese túnel de cuadrillas donde en palabras del genial Rafael, «El Gallo», está «to er laberinto».

 

Sentencia, la del diestro gitano, a la que mi amigo «Quique» daba total conformidad. Allí, en el portón de marras, momentos antes de que comience el torero paseíllo, suelen vivirse, me decía, los momentos más tensos, a la vez que angustiosos, que imaginarse puedan. Para él eran momentos en que las luces y las sombras se fundían en un estrecho abrazo con el olor de los miedos. Él, también escuchaba, como los toreros, el arrítmico latir del corazón bajo su corbatín de arenero.

 

El eco estridente de clarines y timbales precedía con total exactitud que la hora de la verdad había llegado. Las grandes puertas del anchuroso portón de cuadrillas se abrían de par en par, en tanto los toreros se deseaban suerte y daban sus últimos toques al ajuste de sus capotes de paseo, y al sonar la música, los corazones toreros, y los que no lo son, comenzaban al latir al unísono; comenzaban a palpitar alocados bajos las rizadas pecheras de las camisas. Eran los prolegómenos de vistoso y torero paseíllo. Un arenero, «Quique», echaba a andar con los primeros compases de un pasodoble.

 

Sus toreras zapatillas le habían cogido el «aire» al pasodoble y echaban a andar garbosamente tras las sedas toreras. Lo hacían con tanto porte y empaque, como adustez y severidad mostraba su imperturbable y cetrino rostro. ¡El momento no era para menos!. Tras los hombres de oro y plata, «Quique» desfilaba majestuoso y solemne, contribuyendo a ello sus pobladas y bien atusadas patillas, de tal manera que, bien mirado, pareciese que entre las toreras cuadrillas, desfilaba, cada tarde, un patilludo diestro de épocas pretéritas.

 

Roto el paseíllo tras el reglamentario saludo al Usía, los toreros templaban el apresto de sus capotes, lanceando al viento, en tanto los alguacilillos hacían entrega de las llaves al torilero, y, «Quique», junto a sus compañeros, rastrillaba y daba los últimos retoques al dorado albero…

 

«Se oyen los clarines,

murmullos y olés.

Negro en amarillo,

Rojo en los mantones,

blanco en los tendidos…

Y en el burladero,

mordiendo el capote,

se tapa el torero».

 

Y «Quique» se tapaba en el suyo. En el de los areneros, dispuesto a ejercer, junto a sus compañeros, ese oficio tan antiguo o más que los remotos orígenes de la corrida.